Esta es una narración escrita por Laura Gallego, nunca llegó a publicarse, la dejo en el blog para, si alguien tiene ganas, se lo lea. A mi me gustó.
LA CASA DEL CREPÚSCULO
PRÓLOGO: 1837
El ama de llaves
entró en el salón, pálida y muy alterada.
-¡No está en su
habitación!
El anciano alzó la
cabeza y miró al hombre joven que estaba de pie junto a la chimenea.
-¿Has oído?
-dijo.
El joven le
devolvió la mirada, muy serio. Era alto y bien parecido, y su perfil
expresaba determinación.
Al anciano se le
empañaron los ojos.
-Has sido muy duro
con ella.
-Sólo dije la
verdad -replicó él-. Usted sabe tan bien como yo qué es lo que ha
pasado en esta casa, desde que vine a vivir aquí. Si es inocente,
¿por qué huye?
-Porque está
enferma, hijo.
-Razón de más
para internarla, señor.
El anciano bajó la
cabeza.
Hubo un largo
silencio en la habitación. El ama de llaves se retorcía las manos,
muy nerviosa. Finalmente, no pudo aguantar más, y dijo:
-¡Por el amor de
Dios! ¿Es que no van a hacer nada?
El estruendo de un
trueno ahogó sus palabras.
El joven ignoró a
la mujer, y le dio la espalda para asomarse al ventanal. Fuera era de
noche, y no había luna: el cielo estaba completamente encapotado.
Dejó vagar su mirada por las oscuras sombras de las copas de los
árboles, pero entonces un relámpago iluminó el jardín, y el joven
dio un respingo: una forma blanca se movía entre los árboles, hacia
el estanque.
-¡Allí! -gritó.
El anciano se
sobresaltó, y el ama de llaves ahogó un grito. El joven cogió la
levita y se la puso apresuradamente.
-La he visto
corriendo hacia el estanque -explicó, muy pálido-. No está en su
sano juicio; temo que intente hacer algo terrible.
-¡No! -gritó el
ama-. ¡Impídaselo, señor!
El joven salió
corriendo de la habitación.
-Asómate a la
ventana y dime qué ves -suplicó el anciano, que no podía moverse.
El ama obedeció, y
miró hacia fuera.
-No los veo, señor;
está oscuro.
En aquel momento,
un relámpago iluminó el cielo, y la mujer distinguió la sombra del
joven corriendo entre los árboles, en pos de una figura vestida de
blanco que se dirigía hacia el estanque.
-¡Señorita!
-susurró la buena mujer, asustada-. ¡Vuelva con nosotros, se lo
ruego!
-¿Qué hay? ¿Qué
hay? -preguntó el anciano desde su sillón.
La oscuridad había
vuelto a adueñarse del jardín.
-El señor intenta
alcanzarla -murmuró el ama de llaves-. Roguemos a Dios que llegue
hasta ella antes de que sea demasiado tarde.
Retumbó un trueno.
I
La casa estaba
allí, esperándole.
Lázaro cambió el
peso de un pie al otro y se quedó mirándola. No era la primera vez
que la veía, pero siempre le causaba la misma impresión; aquel
edificio tenía algo diferente, una especie de aura misteriosa.
Lázaro cruzó la
calle de las Acacias para acercarse a la enorme verja de hierro, y se
asomó, colocando la cara entre los barrotes. La casa era antigua,
pero estaba muy bien conservada, aunque allí no vivía nadie. Frente
a ella había un amplio jardín sembrado de blancas estatuas
clásicas. La niebla serpenteaba entre los setos, de trazado
laberíntico; Lázaro sabía que podría perderse en aquel jardín y
esconderse en los recodos de los senderos durante horas… si pudiese
entrar, claro. Y entraría, sin duda. Algún día, se prometió a sí
mismo por enésima vez, entraría.
Alzó la mirada
hacia el edificio y se estremeció. Allí había algo, algo que no
podía explicar, pero que lo tenía hipnotizado.
A Lázaro le
apasionaban los enigmas y las cosas sin explicación, especialmente
si tenían que ver con lo sobrenatural. Sus películas, libros y
cómics favoritos siempre trataban temas paranormales y, en general,
le interesaba más bien poco todo aquello que se pudiera tocar.
Siempre había creído que en el mundo había otra realidad, además
de la cotidiana, visible y evidente. y soñaba con enfrentarse a ella
algún día. Por eso se sentía atraído por los lugares extraños,
solitarios, misteriosos… como aquella casa.
-Cualquiera diría
que te está mirando, ¿verdad? -dijo una voz a su espalda.
Lázaro se volvió.
Tras él había una chica un poco mayor que él, de pelo corto y con
el rostro lleno de pecas. Sus ojos castaños lo miraban divertidos.
-¿Qué haces aquí?
Vas a llegar tarde al colegio.
Lázaro se encogió
de hombros.
-Me da igual. Hoy
es el último día de clase.
-Mira que se lo voy
a decir a tu madre.
-¿Y qué? Si te lo
pasas bien haciendo de chivata, adelante. Sabes que las riñas me
resbalan, Sara.
Ella suspiró, y
miró a Lázaro con reprobación. Aún no había cumplido los trece
años, pero ya era el rebelde de la familia. Sus modales descarados y
su forma de vestir escandalizaban a su abuela y a su tía Clara,
aunque a la madre de Lázaro parecía no importarle.
Sara se colocó a
su lado, junto a la verja.
-No te gusta este
pueblo, ¿verdad?
-Muy aguda. ¿Cómo
lo has adivinado?
-No hace falta ser
Sherlock Holmes para darse cuenta. ¿Tampoco te gusta el colegio?
Fermín dice que siempre llegas tarde, y que a veces, ni apareces.
-No es asunto tuyo.
-Claro que lo es.
Eres mi primo, ¿no?
Lázaro no
contestó.
Hacía poco que se
había ido a vivir con su madre al pueblo donde vivía su familia. Lo
conocía, porque solía pasar allí las vacaciones de verano. Pero
una cosa era veranear, y otra, muy distinta, vivir. Tras el divorcio
de sus padres, a su madre no se le había ocurrido otra cosa mejor
que mudarse a un piso junto a la casa de su familia.
Allí, Lázaro
tenía abuelos, tíos y primos; pero no tenía amigos. Aquél había
sido el curso más difícil de su vida.
-No te gusta el
pueblo, ni te gusta el colegio -dijo Sara-. Pero, en cambio, parece
que sí te gusta la casa de los Valbuena.
Lázaro se volvió,
interesado.
-¿Los Valbuena?
-repitió-. ¿Son los dueños de la casa?
Sara asintió.
-¿Y por qué no
viven aquí?
-No pueden. La
familia está dividida desde hace generaciones. Se pelean por esa
casa en los tribunales, y, hasta que no se dicte sentencia, nadie
puede vivir en ella. Pero se encargan de mantenerla limpia y cuidada.
Es el legado familiar.
Lázaro asintió,
sombrío. Sabía bastante acerca de familias que se rompían.
-¿Cómo sabes todo
eso? -le preguntó a su prima-. ¿Es otro cotilleo de pueblo?
Ella pasó por alto
la pulla; a menudo, Lázaro tendía a creerse superior, sólo porque
se había criado en una ciudad. Pero su abuela decía que ya se le
pasaría la tontería.
-Estoy preparando
un reportaje para la revista del instituto -le explicó-. Éste es el
edificio más antiguo que tenemos en el pueblo, después de la
iglesia. Bueno -rectificó-, quizá haya otras casas más viejas,
pero no tan señoriales ni tan bien conservadas. Ésta se construyó
en 1806. ¡Qué de cosas habrán visto sus muros!
Lázaro suspiró
con impaciencia. A veces, Sara podía llegar a ser realmente
cargante.
-¿Has visto el
jardín inglés? -le preguntó ella.
-No. ¿Qué es eso?
-Es el jardín
trasero de la casa. Es de un estilo distinto al de la parte
delantera, porque lo construyeron más tarde, en 1833. Las modas
habían cambiado, incluso para los jardines.
-Qué bien.
-Bueno, veo que te
mueres de ganas de ir al colegio -dijo Sara con ironía-, así que no
te entretengo más.
Lázaro miró la
hora y vio que ya llegaba veinte minutos tarde. De mala gana, se
despidió de su prima, se alejó de la casa y echó a andar hacia el
colegio.
No prestó mucha
atención a las clases: sus pensamientos vagaban por entre los setos
de la casa decimonónica, y no deseaba otra cosa que oír el timbre
que anunciaba la salida, para volver a la casa y encontrar algún
modo de ver aquel jardín inglés del que le había hablado Sara.
La mañana fue
larga, pero, finalmente, el sonido del timbre se oyó por todos los
pasillos del colegio. Todos los chavales vaciaron sus pupitres y se
marcharon a casa corriendo, riendo y jugando a lanzarse globos de
agua unos a otros. Las vacaciones de verano acababan de empezar.
Lázaro recorrió
el pueblo con paso ligero, y pronto estuvo de nuevo ante la enorme
verja de la casa de la calle de las Acacias. Llevaba mucho tiempo
queriendo entrar en aquel sitio y, ahora que tenía ante sí un largo
y caluroso verano, que sería, presumiblemente, tan aburrido y
carente de emoción como todos los que pasaba en el pueblo, decidió
que no pararía hasta conseguirlo.
Se asomó de nuevo
para observar el laberinto que formaban los setos, cuidadosamente
recortados. Los rosales estaban en flor, y su colorido contrastaba
con el blanco marmóreo de las estatuas.
Lázaro se separó
de la verja y echó a andar, siguiendo el muro que rodeaba la casa. A
menudo se había quedado mirando aquel muro, preguntándose su podría
trepar por él, pero nunca lo había intentado.
Tampoco había
rodeado la casa para ver qué había detrás.
Se sorprendió del
tamaño de la propiedad. El perímetro era amplísimo. Al otro lado,
Lázaro podía distinguir las copas de los árboles de lo que parecía
un bosquecillo. “El jardín inglés”, pensó, y sintió vivos
deseos de verlo. Apresuró el paso para seguir rodeando la casa en
busca de un lugar por donde entrar.
Finalmente, lo vio:
un enorme árbol crecía justo al lado del muro. No sería difícil
trepar por él, y echar una miradita, así que dejó la mochila
apoyada contra el muro y empezó a subir. Se arañó una rodilla,
pero su esfuerzo se vio recompensado: había una larga rama que se
proyectaba hacia la parte superior del muro.
Lázaro apoyó los
pies en las ramas más bajas y se dio impulso hacia arriba para
seguir subiendo, hasta alcanzarla. Entonces avanzó, tanteando. La
rama se movía mucho y no parecía segura, así que se detuvo a medio
metro del muro.
-Bueno, no hace
falta que entre -se dijo a media voz-; o, al menos, no ahora.
Se aferró bien a
la rama y estiró el cuello para ver mejor.
Vio el jardín
inglés, y comprendió entonces lo que había dicho Sara sobre
estilos diferentes.
Si el jardín
delantero era clásico, geométrico, los setos estaban perfectamente
recortados y la pequeña fuente invitaba a la calma y la
tranquilidad, el jardín inglés era salvaje e inquietante. En lugar
de la fuente, había un enorme estanque con nenúfares, oscuro y
profundo. Los árboles (cipreses, abetos y otras variedades que
Lázaro no conocía), se alzaban sobre una hierba aparentemente
descuidada, creando espacios de luces y sombras. La naturaleza crecía
de forma desbordada, como en un pequeño bosque, como si por allí no
hubiese pasado la mano del hombre.
Pero, observando
con atención, Lázaro comprendió que el jardín estaba hecho así a
propósito.
Y le gustó mucho
más que el jardín delantero, con sus estatuas y sus rosales.
Suspiró, y miró
la hora; su madre le estaría esperando en casa para comer. De mala
gana, bajó del árbol.
En cuanto sus pies
tocaron el suelo, una mano aferró su hombro, sobresaltándole.
II
Lázaro se volvió
lentamente, imaginando que iba a recibir una buena bronca por trepar
a los árboles para espiar en casas ajenas.
Pero no. Tras él
había un chaval de su edad, bajito y con el pelo oscuro casi
tapándole los ojos.
-Oye, tú -dijo el
chico.
Lázaro lo conocía:
iba a su clase, y se llamaba Lucas.
-Me llamo Lázaro
-replicó, sorprendido, aliviado y molesto, todo a la vez.
-Oye, tú -repitió
Lucas-. ¿Sabes ya lo de esta noche?
-No. -Lázaro fue a
coger su mochila, dándole la espalda. Pero Lucas le siguió.
-Necesitamos gente
-dijo.
-Pues qué bien.
Lázaro ya no
estaba sorprendido ni aliviado; sólo molesto.
-Peña está con
una pierna escayolada -siguió explicando Lucas-, y a Soriano lo han
castigado sin salir. Los Castillo se van de vacaciones esta tarde…
-No contéis
conmigo -cortó Lázaro, aunque aún no sabía de qué le estaba
hablando Lucas.
-Es que nos hemos
quedado siete, nada más -protestó Lucas-. Cinco tíos y dos tías.
Estaría bien que fuésemos pares…
-Pues buscaos a
otro.
Lucas se encogió
de hombros.
-Vale, allá tú.
Y dio media vuelta
para marcharse. Lázaro lo siguió con la mirada, suspiró y,
cogiendo su mochila, echó a andar hacia su casa.
Estaba terminando
de comer cuando llamaron a la puerta, y tuvo que levantarse para
abrir.
Fuera estaba su
primo Fermín. Fermín era hermano de Sara, e iba a la misma clase
que Lázaro. Aun así, no solían ir mucho juntos.
-Hola -saludó
Fermín, un poco cortado.
-Hola. ¿Querías
algo?
-Sí, mira, es que
me ha dicho el Lucas que no quieres venir esta noche con nosotros.
-Pues te ha dicho
bien. No me apetece salir.
Fermín lo miró
con desaprobación.
-Pues cuando eras
pequeño te morías por participar. Pero ni a ti ni a mí nos
dejaban, porque éramos muy críos. ¿No te acuerdas?
No, Lázaro no se
acordaba, pero empezaba a picarle la curiosidad.
-Pero, vamos a ver,
¿de qué me estás hablando?
Fermín se quedó
con la boca abierta.
-¡Pero… pero si
Lucas me ha dicho que había hablado contigo!
-Pues no se habrá
explicado bien -gruñó Lázaro; la conversación empezaba a ser
demasiado larga para su gusto, y el postre aún le esperaba sobre la
mesa.
-¡Pero si es
tradicional! -Fermín le dirigió una mirada dolida-. El primer día
de vacaciones nos reunimos todos por la noche para jugar a polis y
cacos por todo el pueblo.
Lázaro parpadeó,
perplejo.
-¿Polis y cacos?
-repitió.
-Claro. Verás,
llevamos linternas. La plaza mayor es la comisaría. Los cacos corren
a esconderse y los polis cuentan hasta cien y…
-Vale, vale, sé
cómo se juega a polis y cacos. Pero el caso es que no tengo ganas,
¿sabes?
-Pues yo creo que
deberías ir -dijo una voz a sus espaldas.
Lázaro se giró.
Una mujer alta, esbelta y elegante le miraba con desaprobación desde
la puerta del salón.
-Pero, mamá…
-Ni mamá ni
historias -cortó ella-. Ya estoy harta de que estés todo el día en
casa de morros. Si pensabas quedarte aquí encerrado todo el verano,
lo tienes claro. También las madres tenemos que descansar, ¿no te
parece?
Lázaro hizo un
gesto de fastidio. Su madre le consentía muchas cosas, pero, si
alguna vez se empeñaba en algo, no había nada que hacer.
-Además… -se
atrevió a añadir Fermín-, pensábamos que a ti te gustaría eso de
recorrer el pueblo de noche, a oscuras. Como eres tan…
Fermín no completó
la frase, pero a Lázaro se le ocurrieron al punto varios adjetivos:
“noctámbulo”, “extravagante”, “raro”, “solitario”,
“siniestro”, “excéntrico”… la mayoría de ellos se los
había aplicado, sin piedad, su siempre juiciosa prima Sara.
Un poco a su pesar,
Lázaro tuvo que reconocer que Fermín tenía razón: la noche, el
misterio, la soledad… le fascinaban. Y recorrer el pueblo bajo las
estrellas jugando a perseguir o ser perseguido reunía los tres
factores.
-Oye, ¿te decides,
o qué? -protestó Fermín.
-Anda, Lázaro, di
que sí… -metió baza su madre.
Lázaro iba a decir
que no, a pesar de todo, cuando se le ocurrió una idea.
-¿Por todo el
pueblo, has dicho?
-Bueno, hay algunos
límites, claro…
-¿También por la
parte antigua?
-Sí, claro…
-Entonces, me
apunto.
Horas después, un
grupo de siete “cacos”, entre los que se contaban Lázaro y Sara,
salía corriendo de la Plaza Mayor, ante la mirada impaciente de los
“polis” , que tenían que esperar un rato hasta poder echar a
correr tras ellos para darles caza.
Al principio,
Lázaro siguió a los otros; pero pronto, al doblar una esquina, se
quedó atrás deliberadamente… y se escabulló entre las sombras,
alejándose de sus compañeros.
No tardó en llegar
a la finca Valbuena. La rodeó, en busca del árbol al que había
subido aquella mañana para ver el jardín. Cuando lo encontró, miró
a su alrededor antes de comenzar a trepar por él: no había nadie
por los alrededores.
Apenas unos
instantes después, hacía equilibrios sobre la rama que sobrepasaba
el muro del jardín inglés.
Recapacitó. Podía
quedarse allí, pero la rama se movía demasiado, y, además,
cualquiera que pasase por allí lo descubriría. La única razón por
la que había aceptado unirse al juego era la posibilidad de poder
entrar en el jardín sin que nadie lo viese, camuflado por la
oscuridad.
Por otro lado,
parecía difícil alcanzar el muro desde allí. Y la altura no era
despreciable. Si se caía…
Lázaro oyó voces
cerca de allí, y reconoció la de Lucas, que era “poli”. No
tenía mucho tiempo. Avanzó lentamente por la rama, aferrándose con
brazos y piernas, hasta que vio que no podía moverse más hacia
adelante, porque podría quebrarse. Miró el muro: no estaba
demasiado lejos. Dándose impulso, se lanzó hacia él, y sus manos
lograron agarrarse a la parte superior.
Lázaro respiró
hondo. Aún se aferraba a la rama con las piernas, pero los brazos le
temblaban. Ahora o nunca.
Saltó. La rama
volvió a su lugar, con un susurro de hojas. Lázaro quedó colgado
del muro, en precario equilibrio. Hizo un esfuerzo más, y por fin
logró subir a lo alto, quedándose a horcajadas sobre el muro.
Se asomó al
interior del jardín. Estaba oscuro, pero él había visto aquella
mañana que justo debajo había unos mullidos matorrales que
amortiguarían su caída.
No lo pensó más:
saltó.
Aterrizó
suavemente dentro del jardín trasero de la casa de los Valbuena.
Se quedó un
momento decidiendo qué iba a hacer a continuación… y se dio
cuenta, de pronto, de que, si pretendía volver a salir, no podría
hacerlo por el lugar por donde había entrado.
Intentó no dejarse
dominar por el pánico. Seguro que podría salir de allí, de alguna
manera.
De momento, había
algo más urgente: ¡explorar el jardín!
La luna y las
estrellas brillaban allí con más claridad que en el cielo de la
ciudad, y Lázaro podía recorrer el jardín sin muchos problemas. La
luna se reflejaba en el estanque, bordeado de nenúfares, y la brisa
removía las oscuras copas de los árboles. Entre los matorrales
había pequeños senderos de tierra, y Lázaro se perdió por ellos,
seguro de que no había ningún peligro, porque estaba completamente
solo en la propiedad Valbuena.
Se le pasó el
tiempo sin sentir. Cuando se cansó de explorar el jardín inglés,
decidió ir a la parte delantera de la casa, ver el jardín de los
setos y las estatuas blancas y, de paso, comprobar si podía trepar
por la verja desde dentro para salir de allí.
Pero, de pronto,
vio algo, y se quedó quieto, semioculto entre los árboles, con el
corazón latiéndole con fuerza.
Una figura de
blanco avanzaba por el jardín, hacia el gran estanque. Lázaro se
quedó mirándola, muy sorprendido. Parecía una mujer con un vestido
largo. Estaba de espaldas, así que no parecía haberle visto.
¿Quién era ella?
¿Qué hacía allí?
El primer impulso
de Lázaro habría sido marcharse de allí cuanto antes; pero ahora
sentía curiosidad, así que se acercó a la mujer de blanco,
ocultándose entre los matorrales y sin hacer ruido, para que ella no
lo descubriera.
Cuando estuvo lo
bastante cerca, se asomó de nuevo, echó un vistazo… y tuvo que
contenerse para no lanzar una exclamación de sorpresa.
La joven deambulaba
sin rumbo junto al estanque; daba la sensación de que no sabía muy
bien qué hacer, o a dónde ir. Pero sus pies flotaban en el aire,
unos centímetros por encima del suelo, y su figura estaba rodeada
por un aura blanca muy tenue, y, lo más sorprendente… Lázaro
podía ver a través de ella. Parpadeó, pero supo enseguida que no
se debía a un efecto óptico, ni a la neblina nocturna.
La chica del
vestido blanco era un fantasma.
Lázaro no se
asustó. Siguió allí, fascinado, sin acabar de creer su buena
suerte. Llevaba mucho tiempo deseando con toda su alma que pasara
algo extraordinario en su vida, algo que le demostrara que el mundo
era mucho más de lo que parecía, y ahí tenía la prueba.
De modo que se
quedó mirándola en silencio, sobrecogido.
La aparición
vestía un traje sencillo, pero indudablemente de otra época.
Llevaba el pelo suelo, una melena negra, larga y rebelde. Hubo un
momento en que ella se volvió, y Lázaro pudo verle la cara por fin;
se quedó sin respiración.
La chica tendría
unos dieciséis o diecisiete años, pero su expresión de infinita
tristeza no parecía propia de una joven de su edad. Sus ojos,
grandes y oscuros, estaban húmedos y cercados por profundas ojeras.
La extraordinaria palidez de su piel contrastaba vivamente con su
largo pelo negro.
Lázaro sólo le
había visto el rostro durante un breve instante, pero se sintió
inmediatamente fascinado y conmovido a la vez. La joven parecía
profundamente atormentada por alguna secreta tristeza, y Lázaro
estuvo tentado por un momento de acercarse y preguntarle qué le
ocurría. No lo hizo, pero no por miedo, sino porque no quería
asustarla y que desapareciera en el aire.
Entonces, los
hombros del fantasma se convulsionaron, y Lázaro supo que estaba
llorando. La vio caer de rodillas junto al estanque y agachar la
cabeza, para luego alzar la mirada hacia las estrellas con un
prolongado lamento.
De pronto, alguien
lo agarró del brazo, y Lázaro soltó un grito.
-¡Eh, calla! -le
dijo una voz conocida-. ¡Que soy yo!
Junto a él estaba
su prima Sara. Aún temblando, Lázaro miró de nuevo hacia el
estanque, pero la muchacha de blanco se había esfumado.
-¿Qué haces tú
aquí? -gruñó, de mal humor; estaba convencido de que Sara había
asustado al fantasma.
-¿Cómo que qué
hago? Pues te he visto hacer acrobacias sobre el árbol, como un
mono, y te he seguido…
-Pues qué bien.
Ahora estamos los dos atrapados.
Ante su sorpresa,
Sara se rió de él, y Lázaro se sintió molesto.
-Y ahora, ¿qué
pasa? No me digas que les vas a pedir amablemente al fantasma que nos
abra la puerta principal.
-¿Qué fantasma…?
¡Ah, es otra de tus bromas macabras! Fermín me ha dicho que crees
que todas las casas viejas están encantadas.
-Eso no es verdad
-protestó Lázaro, mortificado-. Yo no he dicho eso. Sólo comenté
que algunas casas viejas tienen fantasmas.
Pero decidió no
volver a insistir sobre el tema. Era la historia de siempre. No podía
hablar con nadie de
cosas extraordinarias, porque se reían de él, y sobre todo allí,
en el pueblo. Pero era frustrante: Lázaro sabía positivamente que
acababa de ver un fantasma, su primer fantasma, y no podía
contárselo a nadie: nadie le creería.
-¿Me has seguido
para cogerme? -le preguntó a su prima, recordando oportunamente que
estaban jugando a policías y ladrones.
-No, yo soy caco,
como tú. Pero los polis han cogido a todos los demás, y sólo
quedamos nosotros dos. Hay que ir a buscarlos. Vamos, sígueme.
Lázaro obedeció,
aunque en el fondo se resistía a abandonar aquel misterioso jardín
y a su habitante incorpórea. Antes de alejarse, echó una última
mirada al estanque, para ver si la veía por última vez.
Ni rastro de ella.
Tan sumido estaba
en sus pensamientos que tardó un poco en darse cuenta de que Sara lo
guiaba lejos del lugar por donde él había entrado.
-¡Eh, espera! ¿A
dónde me llevas?
-Pues a la salida.
Lázaro miró hacia
delante, pero sólo vio un enorme matorral que crecía junto al muro.
Sin embargo, cuando iba a preguntar algo más, su prima lo agarró
del brazo y tiró de él, internándose entre las hojas del arbusto.
Y, antes de que
pudiera darse cuenta, Lázaro estaba en la calle, envuelto en un
perfume aromático que en aquel momento no logró identificar.
-¿Cómo…?
-empezó, pero Sara lo hizo callar, y le señaló la esquina. La voz
de Fermín y el haz luminoso de una linterna indicaban que dos
“polis” se acercaban a ellos.
Lázaro y Sara se
internaron en silencio por las calles del pueblo, perdiéndose en la
oscuridad.
III
El sol de la
mañana, que entraba a raudales en la habitación y le daba a Lázaro
en plena cara, le obligó a taparse con la sábana mientras se
despejaba un poco.
Bostezó y se frotó
un ojo, estirando una mano para correr un poco la cortina.
La noche anterior
habían vuelto a casa tarde, porque el juego se había prolongado
hasta la madrugada. Lázaro no quería reconocerlo, pero el caso es
que se lo había pasado mejor de lo que esperaba.
Había estado bien
el experimento, pero aquella mañana tenía otras cosas en qué
pensar.
Había soñado con
ella, con la chica de blanco, con su rostro desesperado y sus
lágrimas sobre sus pálidas mejillas, con su desordenada melena
negra.
La había visto la
noche anterior, en el jardín de la finca Valbuena, y sabía
perfectamente que no se lo había imaginado. Había sufrido tantas
decepciones que se tomaba sus precauciones antes de dar por cierto lo
que en principio le parecía algo fuera de lo normal. Y en esta
ocasión estaba completamente convencido de que lo que había visto
era real.
¿Quién era la
chica de blanco? O, mejor dicho, ¿quién había sido en vida? ¿Por
qué parecía tan desgraciada?
Eran demasiadas
preguntas sin respuesta.
Reflexionó un poco
más, mientras se levantaba y se vestía. Ya estaba de vacaciones, y
tenía todo el día libre. Podía intentar averiguar más cosas como,
por ejemplo, cómo habían salido de la finca él y Sara la noche
anterior.
Porque, si podía
salir con tanta facilidad… probablemente podría también entrar
sin problemas, siempre que quisiera.
Salió de su casa
rápidamente, casi sin desayunar, y fue enseguida a llamar a la
puerta de al lado.
Le abrió una mujer
de unos cuarenta años, de cabello castaño recogido en una trenza, y
mirada sagaz. Vestía una bata estampada, y una chanclas que dejaban
ver las uñas de los pies, pintadas de color lila.
-Hola, tía Clara
-saludó Lázaro.
-¿Buscas a Fermín?
Está durmiendo aún.
-En realidad, no.
-Lázaro cambiaba el peso de una pierna a otra, como le pasaba
siempre que estaba nervioso-. Venía a ver a Sara.
-No ha acabado de
desayunar.
-Da igual,
esperaré.
-Bueno, pasa.
La tía Clara se
hizo a un lado para dejarlo entrar, mientras lo observaba de arriba a
abajo.
-Vas hecho un
pordiosero, Lázaro…
Lázaro se miró a
sí mismo: unos vaqueros desgastados y agujereados en las rodillas,
una camiseta de Expediente
X
y el pelo negro demasiado largo y casi sin peinar.
-Voy como siempre.
La tía Clara
suspiró.
-No sé cómo tu
madre te deja salir así a la calle. Desde luego, si por mí fuera…
La tía Clara
siguió hablando. Lázaro había dejado de escucharla: siempre decía
lo mismo, y siempre con buena intención. En el fondo Lázaro la
quería mucho, aunque siempre quisiera opinar sobre su forma de ser y
de comportarse. Su madre decía que eso era porque la tía Clara
había tenido que criar a muchos hijos, y, para controlarlos a todos,
se había vuelto algo mandona.
La tía Clara y la
madre de Lázaro eran hermanas, pero eran muy diferentes.
Lázaro siguió
avanzando por el pasillo, con su tía parloteando tras él.
Finalmente llegó a la cocina, donde estaban desayunando Sara y otros
tres primos más.
-¡Hola! -saludó
Lázaro-. Sara, necesito hablar contigo.
-¡Qué modales!
-protestó la tía Clara-. ¿No ves que tu prima no ha acabado de
desayunar?
-Bueno, cuando
acabes -añadió Lázaro rápidamente, encogiéndose de hombros.
La tía Clara le
revolvió el pelo con la mano.
-¡En fin, qué le
vamos a hacer! -dijo-. Te lo paso porque eres mi ahijado. Pero… ¡ay
de ti si no te portas bien!
Lázaro le sonrió,
y la tía Clara se fue, dejándolos solos.
Sara se terminó
las tostadas, le limpió los mocos al más pequeño de la familia,
recogió las cosas del desayuno y fue a cambiarse de ropa y a
peinarse, apremiada por su primo.
Poco después,
ambos paseaban por las calles del pueblo.
-¿Qué era eso tan
importante que tenías que decirme? -preguntó ella, intrigada.
-Necesito saber
cómo salimos anoche de la casa de los Valbuena.
Sara lo miró,
sorprendida.
-¿Y para eso
tantas prisas?
Lázaro no pensaba
hablarle de la aparición vestida de blanco, así que tardó un poco
en contestar.
-Quiero volver
-dijo finalmente-. Me encanta esa casa, y me gustaría poder entrar
en el jardín sin tener que trepar a los árboles.
-No puedo
decírtelo. Si la gente entrara y saliera del recinto sin control,
tanto la casa como el jardín terminarían por quedar hechos una
pena.
-¡Pero yo no soy
cualquiera! Prometo cuidarlo todo y no decir nada a nadie.
Sara seguía sin
ceder. Lázaro le insistió, le rogó, le suplicó, pero ella
continuó en sus trece: no le contaría cómo entrar en la casa de la
calle de las Acacias. Si pretendía colarse de nuevo, Lázaro tendría
que volver a jugársela trepando al árbol otra vez.
-No me des la lata,
Lázaro -concluyó su prima-. No voy a dejarte entrar.
Sara dio media
vuelta para marcharse. Lázaro se quedó mirándola. Tenía que
pensar algo, y rápido.
-Por favor -dijo-.
Es muy importante que vuelva ahí dentro. Se me cayó algo anoche…
y, si mi madre se entera de que lo he perdido, me matará.
Sara se volvió
para mirarle.
-No me tomes el
pelo. ¿Te crees que soy tonta?
-No te estoy
tomando el pelo.
Respiró hondo y
vaciló, como si le costase hablar del tema. En realidad, cuando
quería, era un magnífico actor.
-He perdido la
medalla del abuelo -mintió.
Sara se sobresaltó,
y lo miró, muy preocupada.
Aquella medalla era
la joya más antigua de la familia. El abuelo de Lázaro y Sara la
había heredado de su abuelo, y la había llevado encima hasta poco
antes de su muerte; tenía cuatro hijos y quince nietos, pero, entre
todos, había elegido a Lázaro para regalársela.
La realidad era que
el chico nunca la llevaba puesta; pero sabía que, si Sara o
cualquiera de sus hermanos hubiese heredado la medalla, la tía Clara
no le habría dejado quitársela para nada.
Por eso, cuando
Sara miró a Lázaro y vio que, efectivamente, no llevaba ninguna
cadena al cuello, no se le ocurrió pensar que nunca se la ponía.
-Ostras, es verdad.
¿Seguro que la perdiste ahí dentro?
-Estoy casi
convencido.
-¿Y por qué no lo
habías dicho antes?
-Porque no quería
que se lo dijeras a mi madre, o a la tía Clara.
Sara estaba muy
nerviosa. Para ella, perder la medalla del abuelo era una de las
peores cosas que se podían hacer. Su primo se había metido en un
buen lío.
-De acuerdo
-accedió-. Sígueme.
Lázaro obedeció,
intentando fingir que estaba tan nervioso como ella. En realidad, la
medalla del abuelo estaba bien guardada en el joyero de su madre,
prácticamente desde el día en que Lázaro la había heredado, pero
eso no tenía por qué saberlo Sara.
Juntos recorrieron
el pueblo hasta la casa de los Valbuena. Por el camino, Sara no
paraba de parlotear de manera parecida a como lo hacía la tía
Clara.
-Mira que eres
desastre, Lázaro. ¡Como se entere tu madre…! Pero, ¿cómo se te
ocurre?
-Eh, para ya. Ni
que lo hubiese hecho a propósito.
Sara se detuvo
frente al muro de la propiedad Valbuena, justo delante de una enorme
mata de jazmín. Lázaro aspiró el aroma y lo reconoció entonces:
aquél era el lugar por donde había salido del recinto la noche
anterior.
Sara miró hacia
todos lados y, tras comprobar que no se acercaba nadie, agarró a
Lázaro de la mano y se metió en el jazmín, por un lugar donde las
ramas se abrían un poco. Detrás sólo estaba el muro, pero, mirando
hacia la derecha, Lázaro descubrió que entre la planta y la pared
había un hueco lo bastante ancho como para que una persona pudiese
pasar. Sara se internó por él, y Lázaro la siguió. Recorrieron
unos metros ocultos entre la pared y la mata de jazmín, hasta que
Sara le indicó con un gesto una amplia grieta en el muro. Lázaro se
coló por ella y fue a parar al arbusto que había atravesado la
noche anterior para salir. Avanzó un poco más y se encontró en el
jardín inglés.
Se dio la vuelta
para mirar a Sara, que entraba tras él.
-Buen truco
-comentó.
Ella asintió,
sacudiéndose las hojas de los pantalones.
-El agujero no se
ve desde fuera, porque lo tapa el jazmín -dijo-, pero tampoco desde
dentro, porque está este matorral delante. Bueno -añadió,
frunciendo el ceño-, empecemos a buscar.
Pronto estuvieron
los dos inspeccionando el suelo por los senderos del jardín. Lázaro
miraba de reojo el estanque y las zonas umbrías, pero no vio al
fantasma de la chica de blanco por ninguna parte.
Una hora después,
Sara sudaba a chorros y se había cansado de buscar la medalla del
abuelo. Lázaro también sudaba, y, además, se aburría como una
ostra. Había llegado a la conclusión de que debía volver de noche
para ver de nuevo a la misteriosa aparición fantasmal. Y, ahora que
sabía que podía entrar cuando quisiera, no tenía ningún interés
en quedarse.
-Volvamos a casa
-dijo.
Sara lo miró,
dudosa.
-Quizá deberíamos
mirar en el jardín francés.
-¿El jardín
francés? -repitió Lázaro-. ¿Te refieres al delantero?
-Sí. Se llama así
porque…
-Déjalo, déjalo,
no me lo expliques. De todas formas, no vale la pena ir a buscar la
medalla allí: anoche no lo pisé para nada.
-Entonces, ¿quieres
que volvamos a casa ya? ¿Y qué vas a hacer sin la medalla del
abuelo?
-La buscaré allí.
Quizá se me cayera mientras dormía.
-La habrías visto
al hacerte la cama esta mañana.
-No me he hecho la
cama esta mañana.
Sara hizo una mueca
de disgusto, y Lázaro sonrió para sí. Su prima era una chica
inteligente, independiente, extrovertida, resuelta y activa, pero en
muchos aspectos se notaba que era hija de tía Clara.
Logró convencerla
de que abandonaran la búsqueda, y por la tarde pasó a decirle que
había encontrado la medalla en el cuarto de baño, donde la había
dejado al quitársela para ducharse.
-Entonces, ¿por
qué no la llevas puesta?
-Para no perderla
otra vez.
Sara le dirigió
una mirada penetrante, y Lázaro supo que ella había adivinado que
la había engañado.
Pero eso ahora no
le importaba: ya había averiguado lo que quería.
Poco antes del
anochecer estaba vagando de nuevo por el jardín inglés.
Todavía era de
día, porque no había podido esperar más tiempo; y los minutos se
le hacían eternos esperando el crepúsculo. Decidió entonces dar
una vuelta por el jardín delantero.
Rodeó el edificio
y encontró una arcada recortada en un altísimo seto. La cruzó; era
la puerta que comunicaba los dos jardines.
Se quedó un rato
caminando por entre los rosales y las estatuas, procurando no pasar
cerca de la verja delantera, para que nadie lo viera desde la calle.
Cuando le pareció que era casi de noche, dio media vuelta para
regresar a la parte trasera de la casa.
Pero, de pronto, un
sonido lo detuvo: una risa alegre, pura y cristalina. Parecía que
venía del otro lado del seto, pero había también algo en ella,
como un eco remoto, que daba la sensación de proceder de muy lejos,
de otros lugares, otros tiempos.
El corazón del
chico empezó a latir apresuradamente. ¿Quién más, aparte de él,
podía estar en la casa? Con cautela, avanzó unos pasos. Una voz
femenina cantaba una canción sin palabras, sencilla, feliz, casi
infantil. Aún oculto tras el pie de una enorme estatua de mármol,
Lázaro se asomó un poco… y se quedó de piedra.
Era la joven de
blanco.
No cabía duda: los
mismos rasgos hermosos, suaves y elegantes; los mismos ojos oscuros,
la misma melena negra, la misma apariencia de inmaterialidad…
Pero se había
operado en ella un cambio evidente: reía y cantaba mientras recorría
el jardín con paso ligero, y su rostro irradiaba paz y felicidad.
Llevaba el pelo recogido cuidadosamente tras la cabeza, y sus ojos
brillaban de pura alegría.
Lázaro la vio
alejarse, etérea, vaporosa, como una nube, y supo que no podía
dejarla marchar. La siguió por el laberíntico jardín, entre la
neblina del crepúsculo, bajo la atenta mirada de las estatuas de
mármol. La siguió, estudiando con atención todos los movimientos
de su figura incorpórea, sin acabar de creerse que estaba viendo un
fantasma; pero, sobre todo, preguntándose quién era ella, o quién
había sido.
-¡Espera! -la
llamó, pero ella no pareció escucharle.
Lázaro notó que
apretaba el paso, y se apresuró a seguirla para no perderla.
Pero, de pronto, la
aparición giró un recodo… y desapareció entre la niebla.
Lázaro se quedó
parado, desconcertado, mirando a todos lados. Ni rastro de la joven
de blanco.
Respiró hondo y
cerró los ojos. Se sentía… ¿cómo explicarlo? Intrigado por
aquel misterio, pero también orgulloso de que su intuición acerca
de la casa de la calle de las Acacias hubiera sido acertada… y,
sobre todo, exultante de felicidad.
Había otra
realidad. Sabía que no estaba loco, ni se lo había imaginado.
Un fantasma.
Lázaro se
estremeció. Tenía la piel de gallina. El sol ya se había ocultado
tras el horizonte, y ante él se alzaba la arcada que daba paso al
jardín inglés.
IV
En los días
siguientes, y aprovechando que ya estaba de vacaciones, Lázaro
frecuentó la casa de los Valbuena todo lo que pudo. A veces tenía
suerte, y a veces no. A veces veía al espíritu de blanco, y otras
veces volvía a casa sin que ella se hubiese presentado. Y los días
en que esto ocurría, se sentía solo, triste y vacío.
Había aprendido
una cosa con respecto al fantasma de la finca Valbuena: si acudía a
verla durante el día, sólo la encontraría en el jardín francés,
alegre y feliz, cantando y riendo, y paseando entre los setos y las
rosas. Si, por el contrario, visitaba la propiedad después de la
puesta del sol, vería a la joven en el jardín inglés, caminando
entre sombras y atormentada por alguna desgracia que Lázaro sólo
podía tratar de adivinar. Durante el día, la aparición transmitía
serenidad y ganas de vivir. Por la noche, su desesperación, sus
lágrimas y sus lamentos dejaban a Lázaro con el corazón encogido.
Y era precisamente
esta manifestación de ella la que más le atraía y le fascinaba;
pero, como no siempre podía salir de casa después de cenar, también
se dejaba caer a menudo durante el día por el jardín francés.
Ella nunca hablaba,
ni parecía verle, ni oír sus llamadas. Y, según pasaban los días,
Lázaro deseaba, cada vez más ardientemente, conocerla y saber quién
había sido, y, sobre todo, qué le había sucedido, tan terrible
como para transformarla de aquel modo.
No le había dicho
nada a nadie, en primer lugar, por miedo a que los demás no le
creyeran, y a que no vieran lo mismo que él cuando visitasen la
finca Valbuena; y, en segundo lugar, porque le gustaba la idea de ser
el único en conocer el secreto de la casa de la calle de las
Acacias.
Una tarde, mientras
iba hacia la casa, sumido en sus pensamientos, vio, pegado a una
farola, un cartel que le llamó al atención:
¿QUIERES CONOCER
EL MUNDO
DE LO INVISIBLE?
¡VEN A VERME!
B. M. BOROVSKI.
VIDENTE.
MÉDIUM.
TAROT, RUNAS,
NUMEROLOGÍA,
ASTROLOGÍA, ALTA
MAGIA BLANCA
Según iba leyendo,
Lázaro iba perdiendo el interés. Aquel anuncio parecía uno de
tantos otros. Él creía en la auténtica magia, pero también estaba
convencido de que la gran mayoría de los videntes que se anunciaban
en los periódicos y la televisión eran sólo unos charlatanes.
Movió la cabeza y
siguió andando. Pero en la siguiente farola encontró otro anuncio:
¡NO ME IGNORES!
PUEDO SER TU
CONTACTO CON EL MÁS ALLÁ.
NO DEJES PASAR ESTA
OPORTUNIDAD
B. M. BOROVSKI.
VIDENTE. MÉDIUM
Lázaro se sonrió
un poco, a su pesar, y siguió andando. El anuncio de la tercera
farola tenía las letras más grandes:
¡¡¡NO PASES DE
LARGO!!!
SI ALGÚN DÍA ME
NECESITAS,
PUEDE QUE NO
VUELVAS
A ENCONTRAR ESTE
ANUNCIO.
¡APÚNTATE MI
NÚMERO!
B.M. BOROVSKI.
VIDENTE. MÉDIUM.
Lázaro estuvo
tentado de sacar papel y boli para apuntarse los datos de B.M.
Borovski, que aparecían bajo su nombre. Pero sacudió la cabeza y
siguió andando.
La cuarta farola ya
no tenía cartel, y Lázaro se sintió extrañamente aliviado. Pero,
al seguir caminando calle abajo, se topó de narices con el siguiente
mensaje en la quinta farola:
¿CREÍAS QUE TE
HABÍAS LIBRADO DE MÍ?
¡EL MÁS ALLÁ
TAMBIÉN PUEDE SORPRENDERTE!
¡TU FUTURO TAMBIÉN
ES IMPREVISIBLE!
¡¡¡LLÁMAME!!!!
B. M. BOROVSKI.
-Qué pesada es
esta señora -comentó Lázaro a media voz.
Miró más allá, y
vio que en la siguiente farola había otro cartel, pero era el
último. Se acercó a él:
¡HOLA DE NUEVO!
MIRA QUÉ FÁCIL ES
ACUDIR A MI CONSULTA:
¡YA ESTÁS EN LA
PUERTA!
B.M. BOROVSKI.
→
Lázaro dio un
respingo y miró en la dirección que señalaba la flecha.
Era el portal de
una casa vieja. Junto a la puerta había otra flecha señalando hacia
arriba, y Lázaro vio otro cartel, sobre la ventana del primer piso:
B. M. BOROVSKI.
VIDENTE. MÉDIUM.
TAROT, RUNAS,
NUMEROLOGÍA,
ASTROLOGÍA, ALTA
MAGIA BLANCA
(SI HAS LLEGADO
HASTA AQUÍ, NO CUESTA NADA
SUBIR UN PISO,
¿VERDAD?)
Lázaro se rascó
la cabeza, pensativo. Era la médium más original que había
conocido nunca, y eso que aún no la conocía.
-Está bien, me has
convencido -gruñó.
Sin pensarlo más,
entró en el portal y subió los escalones de dos en dos, hasta
quedar frente a una puerta con un sencillo rótulo:
B. M. BOROVSKI
Lázaro dudó un
momento antes de llamar. Dado el talante de la señora Borovski,
quizá le diera un calambre en el dedo si apretaba el timbre.
Finalmente, llamó.
Un timbre chillón se oyó al otro lado de la puerta. Sonaba como si
le estuvieran arrancando las tripas a un gato.
Lázaro esperó un
buen rato. Cuando ya iba a marcharse, la puerta se abrió, y salió
de la casa un joven larguirucho, de mirada melancólica. Lucía un
fino bigote y no parecía muy seguro de sí mismo. Parpadeó varias
veces antes de decir:
-¡Ca-caramba!
Buenas tardes.
-Buenas tardes
-respondió Lázaro-. ¿Está la señora Borovski?
-¿La-la se-señora
Borovski? -tartamudeó el joven, extrañado.
-Sí. ¿No vive
aquí? Lo pone en la puerta.
El joven le miró
fijamente durante un momento. Le temblaba el labio inferior, y Lázaro
se dio cuenta de que acababa de decir algo inconveniente, aunque no
entendía por qué. La tía Clara siempre le decía que era muy bruto
hablando, pero, la mayoría de las veces, Lázaro no era consciente
de ello.
-Bueno, ¿qué
pasa? -preguntó-. ¿Qué he dicho?
El joven sacó una
tarjeta de visita del bolsillo y se la tendió.
Lázaro leyó:
BRUNO MANUEL
BOROVSKI.
VIDENTE. MÉDIUM.
TAROT, RUNAS,
NUMEROLOGÍA,
ASTROLOGÍA, ALTA
MAGIA BLANCA.
-Ah… oh -fue todo
lo que pudo decir Lázaro.
-¿Quieres una
consulta o has venido a reírte de mí? -cortó Borovski.
-No, yo… quiero
una consulta.
-Entonces, pasa.
Lázaro siguió a
Borovski hasta el interior de una habitación pequeña, sin adornos.
En el centro había una mesa-camilla, cubierta por un mantel de
terciopelo azul. Sobre la mesa, una baraja de cartas del tarot y dos
o tres saquillos cerrados.
-Es sencillo -dijo
Borovski, al advertir la mirada de Lázaro-. No necesito nada más.
Le indicó una
silla, y el chico se sentó. Borovski tomó asiento frente a él.
-No tengo mucho
dinero -confesó Lázaro, titubeante; aún se le hacía extraño
pensar que el tipo de los carteles y aquel joven arisco y nervioso
fueran la misma persona.
Borovski asintió,
ceñudo.
-Lo suponía. No
importa; dime lo que quieres y yo te daré mi tarifa. Si tienes
bastante, seguimos. Si no, vuelve otro día.
A Lázaro le
pareció bastante razonable, y asintió a su vez. Vaciló un momento
antes de decir:
-He visto un
fantasma.
Borovski parpadeó,
sorprendido.
-Ca-caramba -dijo-.
No es el tipo de consultas que suelo recibir.
-¿No me cree?
-No lo sé.
Cuéntame tu caso, y veré si sigo escuchándote. ¿Quieres librarte
de él? Porque, entonces, yo…
-No, no -cortó
Lázaro-. Sólo quiero hablar con ella. Saber quién es… o quién
fue.
-Ella -repitió
Borovski, pensativo, pero con un brillo divertido en la mirada-.
Cuéntamelo.
Lázaro refirió
todo lo que había visto en la finca Valbuena desde la primera vez
que viera a la chica de blanco. Al principio titubeaba, inseguro,
pero, según fue avanzando en el relato, olvidó sus reticencias,
para hablar con verdadera pasión del fantasma de la casa de la calle
de las Acacias. Borovski le escuchaba con atención, sin
interrumpirle. Sin embargo, cuando Lázaro empezó a contar que
también había visto a la chica de día, su labio inferior volvió a
temblar otra vez. Y, cuando el chico terminó su historia y miró al
médium, le sorprendió ver que le observaba casi con odio.
-¡¡¡Fuera de
aquí!!! -chilló Borovski, y Lázaro dio un salto en la silla.
-Pero, ¿por qué?
¿Qué he dicho esta vez?
-¡Largo de aquí!
¿Crees que no me he dado cuenta de que has venido a reírte de mí?
¡No soy estúpido!
-Pero yo…
-¡He dicho que
fuera!
Lázaro se levantó,
aún confuso.
-¡He dicho la
verdad!
-¡Ningún fantasma
se pasea de noche y de día!
Lázaro abrió la
boca para protestar, pero Borovski ya le empujaba hacia la puerta.
-¡Yo sé lo que he
visto! -dijo, muy ofendido.
Borovski le cerró
la puerta en las narices.
Lázaro se alejó
de allí, muy confundido. Le dio vueltas al asunto mientras caminaba
hacia la finca Valbuena, y llegó a la conclusión de que el
excéntrico Borovski estaba algo paranoico, y que era mejor no volver
por allí.
Encontró al
fantasma de blanco correteando alegremente por el jardín, y la
siguió hasta que se puso el sol.
Entonces, como de
costumbre, la perdió en el laberinto de setos, y se encontró, de
nuevo, ante la arcada que daba paso al jardín trasero.
La atravesó,
pensativo.
Sabía que, en
cuanto se hiciera de noche, volvería a ver a la aparición, con el
cabello suelto, atormentada y bañada en lágrimas, vagando junto al
estanque.
V
Lázaro no tardó
en buscarse otras fuentes de información. Rondó a su prima durante
un tiempo, sin atreverse a preguntarle. Sara pronto había
averiguado, preguntando a la madre de Lázaro, que éste nunca
llevaba puesta la medalla, y supo así, por tanto, que él la había
engañado para entrar en la casa. Ahora no le dirigía la palabra.
Lázaro le pidió a
su primo Fermín que hablase con ella, pero las noticias del chico no
fueron nada alentadoras:
-No quiere ni
verte, macho. ¿Qué le has hecho?
Lázaro no se
resignó. Un día la vio sentada en la plaza, leyendo un libro, y se
le acercó, como quien no quiere la cosa.
-Hola.
Sara respondió con
un gruñido. Lázaro hizo de tripas corazón y añadió:
-He venido a
pedirte perdón.
Sara le dirigió
una breve mirada.
Lázaro inspiró
profundamente. Lo que iba a hacer podría traerle muy malas
consecuencias, pero era la única manera de que Sara confiase en él
y aceptase ayudarlo. Se sentó junto a ella.
-Tengo que contarte
algo -empezó-. Probablemente pienses que te estoy mintiendo o, peor
aún, que estoy más loco que una cabra. Me da igual, correré el
riesgo.
Sara no dijo nada.
Lázaro le contó
la misma historia que le había relatado a Bruno Borovski, y que
había hecho que éste le echara de su casa con cajas destempladas;
pero esta vez, según hablaba, estudiaba con prudencia las reacciones
de su prima, que no movía un músculo.
Cuando acabó de
hablar, la miró, expectante. Ella tardó un poco en decir algo.
-Fermín tiene
razón -comentó-. Estás como una chota. No me extraña que Borovski
pensara que le estabas tomando el pelo.
-¿Me ayudarás?
-Claro. Le
aconsejaré a tu madre que busque un buen psiquiatra. Mi padre conoce
uno que…
-Eh, eh, no te
pases -protestó Lázaro, dolido; sin embargo, tenía que reconocer
que se lo había ganado a pulso-. Sabes que, aunque me interesa lo
paranormal y lo sobrenatural, nunca os he dicho que haya visto ovnis,
ni fantasmas, ni nada por el estilo.
-Claro, porque no
existen.
Lázaro no pensaba
meterse ahora en discusiones sobre lo que existía y lo que no. Había
aprendido que más valía convencer a los escépticos con pruebas;
Sara era muy, muy escéptica, y él aún no tenía pruebas de ninguna
clase.
-Necesito saber
quién es ella, Sara -suplicó.
-Primero buscas
medallas y luego fantasmas. -Sara saboreaba su venganza-. ¿Qué será
lo próximo? ¿El monstruo del lago Ness?
Lázaro suspiró.
-No me crees.
-¿Cómo voy a
creerte?
-Bueno, te propongo
una cosa, entonces. Míralo de esta manera: tú enfocas tu reportaje
sobre la casa desde el punto de vista de los que vivieron en ella, y
me enseñas lo que hayas averiguado.
-¡Qué morro!
Trabaja tú: mi reportaje ya está casi acabado, y la biblioteca
pública está abierta para todos.
-Pero es que yo no
sabría por dónde empezar…
-Pues aprendes.
Lázaro abrió la
boca para protestar, pero se dio cuenta de que no podía decir nada:
Sara tenía razón.
-De acuerdo
-gruñó-. Ya me buscaré la vida yo solo.
Se levantó para
marcharse, pero dudó un momento, y se volvió de nuevo hacia Sara.
-Hazme al menos un
favor: no le cuentes a nadie nada de todo esto, ¿quieres?
-Descuida.
Lázaro cogió su
mochila, se despidió de su prima y echó a andar, sin mirar atrás.
Sara lo vio
marchar. Cuando Lázaro desapareció de su vista, suspiró, movió la
cabeza y murmuró:
-Sí que es raro
este chico.
Trató de
concentrarse de nuevo en su libro, pero no lo consiguió. Después de
intentar varias veces acabar la página, sin éxito, cerró el libro
y se levantó de un salto.
Apenas diez minutos
más tarde estaba en la biblioteca.
El bibliotecario
estaba sentado tras el mostrador, haciendo jeroglíficos con gesto
aburrido. No había nadie más.
-Buenas tardes,
señor Isidro -saludó Sara.
-¡Ah! -El
bibliotecario se ajustó las gafas-. Hola, Sara. ¿Ya vienes a
devolver los libros, tan pronto?
-No; vengo por lo
del reportaje, otra vez.
-Pero ya te dije
que, aparte de ese libro sobre los edificios antiguos de la comarca,
no tengo nada más…
-No, no busco
libros; ya tengo cubierto el apartado de arquitectura, historia y
descripción de la casa. -Sara vaciló un momento-. Sólo me
preguntaba… si tiene usted aquí periódicos antiguos, del siglo
pasado.
El bibliotecario se
la quedó mirando, cogido por sorpresa.
-Bueno… algo hay.
Pero hace tiempo que nadie entra en la hemeroteca. Sígueme.
La hemeroteca era
una habitación fresca y oscura donde se guardaban cientos y cientos
de diarios antiguos.
-Aquí sólo entra
la señora de la limpieza, dos veces por semana -explicó el señor
Isidro-, para cambiar unos cacharros que deja ella en la habitación,
que se comen la humedad.
Sara notó que,
efectivamente, el ambiente era fresco, pero seco. El bibliotecario
encendió la luz. El resplandor amarillento de una única bombilla,
de poca potencia, bañó la habitación.
-Bueno -dijo el
señor Isidro-. ¿Qué buscas exactamente? Te advierto que periódicos
nacionales tenemos más bien pocos.
-No. Busco algún
periódico local. Es para conseguir datos sobre los que vivieron en
la casa.
-Hmmm… Mira, en
1833 se fundó un periódico en el pueblo, a la muerte de Fernando
VII. Se llamaba “La Gaceta Liberal”, y sobrevivió siete años,
nada más. Pero tenemos todos sus números.
Sara suspiró,
decepcionada.
-La casa se
construyó en 1806. ¿No tiene nada entre esa fecha y 1833?
El señor Isidro se
rascó la cabeza.
-Bueno -farfulló-.
Quizá encuentre algunas revistas por ahí, no sé.
-Mientras tanto
-añadió Sara rápidamente, advirtiendo la mirada desilusionada del
bibliotecario-, empezaré con “La Gaceta Liberal”. No es un mal
comienzo.
El señor Isidro
sacó siete tomos de la estantería.
-Los encuadernaron
porque estaban algo estropeados -le explicó-. En teoría, se
necesita un permiso especial del ayuntamiento, porque son antiguos,
pero… bueno, yo sé que tú cuidas los libros y conoces el valor de
las cosas.
Sara le dirigió
una mirada agradecida. Al señor Isidro le encantaban los libros,
pero en su biblioteca casi siempre estaba sólo él.
-La gente debería
leer más -dijo la chica-. No saben lo que se pierden.
El bibliotecario
asintió, con un suspiro pesaroso.
Sara se sentó en
la sala de lectura, con los siete tomos de “La Gaceta Liberal”
sobre la mesa. Con mucho cuidado, abrió el primero y le echó un
vistazo
Pronto advirtió
que los periódicos eran muy breves: una o dos hojas, todo lo más.
Además, había muy pocos titulares, y los que había eran tan
escuetos que, de todas formas, Sara tenia que leerse el artículo
entero para enterarse de qué trataba.
Suspiró y comenzó
a trabajar:
“ARTÍCULO DE
OFICIO: S. M. la REINA, nuestra señora, su augusta madre la REINA
gobernadora y la Serenísima Señora Infanta María Luisa continúan
sin novedad en su importante salud en el Real Sitio del Pardo”
Sara pasó a otra
cosa:
“Sabemos
positivamente que en Peralta, cerca de Tudela, se han presentado 16
facciosos armados y se han alistado en las filas de los urbanos de
aquella villa”.
“París. La
Reina de Portugal ha declarado, según se dice, que quería cumplir
la voluntad de su padre y elegir un esposo. El pudor natural en su
edad no le permitía añadir que lo haría con placer; pero su afecto
por el hermano de la emperatriz no es un secreto”.
-¡Vaya! -dijo
Sara, sorprendida-. ¡Ya había noticias del corazón en aquella
época!
Siguió leyendo,
por encima, noticias sobre los movimientos de diversos generales en
una guerra, que ella supuso sería la primera guerra carlista (había
tenido que leer sobre el tema para documentar su reportaje),
distintos anuncios de leyes… pasó directamente a una sección de
anuncios breves:
“En la calle
del Pollo, número 7, vive un sujeto que quita todo tipo de manchas”.
“Un joven de 26
años de edad, que sabe escribir y cuentas, desea su colocación en
una casa decente para todo lo que se le mande”.
Sara suspiró de
nuevo. Iba a ser una tarde muy, muy larga.
Un par de horas más
tarde le dolía ya la cabeza. Había examinado, así por encima, los
dos primeros tomos, sin encontrar ninguna referencia a la familia
Valbuena.. Por si fuera poco, cada vez que levantaba la cabeza veía
que el montón de documentación que le sacaba el señor Isidro se
hacía más y más alto. El bibliotecario, con el deseo de ser útil,
le estaba buscando todo lo que llevara fecha de 1800 en adelante,
hasta 1900. Aquello incluía no sólo periódicos y semanarios, sino
también cosas tales como programas de teatro, panfletos, documentos
legales y cartas personales.
Sara estaba
empezando a pensar que tenía que haber dejado que Lázaro se las
arreglase solo. “Lo hago por mi reportaje”, se repitió a sí
misma, una vez más. Había estado a punto de dejarlo en más de una
ocasión, pero le entraban remordimientos sólo de pensar en la cara
que pondría el bibliotecario si le decía que lo guardase todo.
Así que siguió,
no sin antes pedirle al señor Isidro que, por el momento, no le
sacara más cosas. El hombre asintió, pero Sara se dio cuenta de que
estaba deseoso de seguir enseñándole los tesoros que contenía su
pequeña biblioteca de pueblo.
También Sara
estaba sorprendida, pero, por el momento, tenía más que suficiente.
En el tercer tomo,
que correspondía a 1835, encontró la primera referencia a un
Valbuena:
“GENEROSA
DONACIÓN- El señor don Valeriano Valbuena, distinguido habitante de
esta villa, ha donado una importante cantidad al nuevo hospital de la
comarca”
Sara leyó el resto
de la noticia con interés. Explicaba que, tras el fallecimiento de
su esposa, siete años atrás, tras una larga enfermedad, el
acaudalado señor Valbuena era muy sensible a la muerte, y había
contribuido a menudo a la construcción de asilos y hospitales por
toda la región.
Sara lo apuntó en
un papel: “VALERIANO VALBUENA: en 1828 muere su esposa”.
Siguió buscando,
cada vez más interesada.
“ESTADO
SANITARIO DEL REINO: En la provincia de Cuenca: el siete del
corriente en dicha provincia iban desapareciendo los efectos del
cólera morbo y había esperanzas de verse pronto libres de la plaga.
En la de Navarra: desde el día 28 fallecieron en Pamplona 34
personas, curaron 128 y quedaban enfermas 327. En la de Huesca…”
Sara pasó a otra
cosa:
“Ha sido preso
en Burgos un sujeto que inspiraba las más vehementes sospechas, y
que confesó no llamarse N.Angulo, ni ser paisano, como expresaba su
pasaporte, sino N. Cantero, y que…”
Sara se saltó el
resto, y los artículos que seguían, todo noticias sobre la guerra.
Pasó un buen rato antes de que encontrara una nueva referencia a los
Valbuena. La encontró al final del tercer tomo, y la leyó,
sobrecogida:
“Con mucha
satisfacción nuestra anunciamos que el Sr.D. Valeriano Valbuena,
después del accidente que le puso al borde del sepulcro, empieza a
recobrarse, aunque lentamente, y a dar esperanzas de su
restablecimiento a familia y amigos. Por desgracia, su médico afirma
que, a sus 62 años, ya nunca podrá volver a caminar”.
El texto seguía
hablando del señor Valeriano Valbuena, uno de los hombres más
pudientes de la comarca: en 1806 su joven esposa había contraído
una grave enfermedad (el diario no especificaba cuál), y los médicos
le habían aconsejado que cambiara de aires y fuera a vivir al campo.
Por tanto, Valeriano Valbuena se había hecho construir una preciosa
casa en aquel pueblo, y había vivido en ella hasta 1823, fecha del
regreso a España de Fernando VII. El señor Valbuena, hombre abierto
y con visión de futuro, había luchado por los ideales de los
liberales, y, al volver al trono el rey conservador, no había tenido
más remedio que marchar al exilio, como otros tantos españoles. A
su regreso, en 1833, su familia tenía un miembro menos: de
constitución frágil, su mujer había fallecido en Londres. Pero,
aun así, Valeriano Valbuena había decidido quedarse en el pueblo,
para lo cual tuvo que reformar la casa, que llevaba diez años
abandonada.
Sara cotejó las
fechas que tenía. Coincidían: construcción de la casa, 1806.
Reformas, 1833. Ahora sabía por qué su propietario había tenido
que hacer obras.
-Aprovechó para
construir el jardín trasero -murmuró.
Siguió leyendo el
artículo, que lamentaba la mala suerte del señor Valbuena, “un
ciudadano ejemplar que ha contribuido en numerosas ocasiones a
mejorar las condiciones de nuestra hermosa villa, haciéndola más
moderna y europea cada día; es digno del mayor elogio el noble
entusiasmo que ha demostrado siempre…”
Sara se saltó las
líneas siguientes.
Sólo cuando había
terminado de copiar la información, recordó la petición de su
primo. Repasó los datos que ya tenía, y no encontró nada que
concordase con la historia de Lázaro. Decidió, entonces, terminar
con “La Gaceta Liberal”. Si no encontraba ninguna alusión a una
chica joven muerta en la casa Valbuena…
Sara sacudió la
cabeza. ¿Qué iba a hacer entonces? Decirle a Lázaro que no había
nada sería como admitir que se había tragado su historia… es
decir, otra tomadura de pelo.
-Más me vale
encontrar a la chica -murmuró para sí misma-, o habré hecho el
ridículo otra vez.
Volvió a la
biblioteca después de comer, para seguir con su búsqueda, y
descubrió que, entre tanto, el señor Isidro había sacado más
papeles, documentos, revistas y panfletos. Cogió uno de ellos, al
azar:
“Soldados: vais
a emprender vuestra marcha a las Castillas, Nuestra inocente reina
Isabel II os llama. Tenéis valor y subordinación, y sumisos siempre
a la voz de vuestros jefes, podéis estar seguros de vuestra
victoria…”
Sara sacó otro
folleto, y leyó el título:
“ECONOMÍA
RURAL:
Cultura y
prácticas de la Francia. Extracción del aceite de las olivas”
-Señor Isidro…
-¿Verdad que con
lo que hay aquí se podrían escribir varias tesis doctorales? -la
cortó el buen hombre, radiante.
-Bien, sí, pero…
esto es sólo un reportaje de cuatro páginas para la revista del
instituto, no una tesis doctoral.
-¡Ah!
El bibliotecario
parecía desilusionado, y Sara se sintió fatal. Se apresuró a
decirle:
-Pero es increíble
todo lo que ha encontrado usted. ¿Cómo es posible que haya tanta
documentación en una biblioteca tan pequeña?
-Viene de los
archivos del Casino. ¿Sabes lo que era el Casino?
Sara negó con la
cabeza.
-En el siglo XIX,
los hombres que no tenían otra cosa que hacer iban al Casino todas
las tardes…
-¿A jugar a las
cartas?
-Bueno, no sólo a
eso. Leían el periódico, tomaban una copa… pero, sobre todo,
hablaban, hablaban mucho.
-¿De qué?
-Fundamentalmente,
de política. Entonces no existía el fútbol -añadió el señor
Isidro, guiñando un ojo-. El Casino del pueblo fue demolido hace
treinta años, para hacer un cine. Todos los periódicos y papeles
que quedaban allí pasaron a la biblioteca.
Sara asintió,
sorprendida de que hubiese un lugar de reunión social donde
guardasen periódicos a lo largo de más de cien años.
Siguió con su
búsqueda, y comenzó con el cuarto tomo de “La Gaceta Liberal”,
el correspondiente a 1836.
“En Toledo un
joven bien vestido se ahorcó ayer en camisa. Su muerte se atribuye a
un suicidio”.
“El rebelde
Zumalacárregui ha anunciado una guerra de exterminio”
“PRONÓSTICO:
Se nos anuncia que este invierno será especialmente frío. Apóyase
tal pronóstico en las observaciones…”
Al cabo de un buen
rato de leer todo tipo de noticias, sin sacar nada en claro, se topó
con el siguiente párrafo:
“Ayer
contrajeron matrimonio, en la iglesia parroquial de Santa Mónica, el
Sr Adolfo Heredia, redactor de este periódico, y la señorita Elisa
Valbuena. La ceremonia fue muy emotiva, y a ella asistió buena parte
de la población de nuestra villa, como correspondía a tan especial
acontecimiento. La novia estaba radiante, y el padre, el muy
respetable señor Valeriano Valbuena, expresó su satisfacción y
felicidad por el enlace. Desde aquí les hacemos llegar nuestra más
sincera enhorabuena”.
Sara lo leyó de
nuevo: “La señorita Elisa Valbuena”…
-Vaya -murmuró-.
Tenía una hija. Pero eso no demuestra nada.
Apuntó el dato y
siguió buscando.
Casi al final del
cuarto tomo de “La Gaceta Liberal” encontró un pequeño párrafo
que le heló la sangre. Lo leyó varias veces, sin acabar de
creérselo.
Era una esquela.
“NECROLOGÍA:
El día 23 del actual falleció en esta villa la señorita Elisa
Valbuena del Castillo, de 17 años de edad. Su médico atribuye su
muerte a un enfriamiento, tan traicioneros en esta época del año.
Todos lamentamos su pérdida y ofrecemos nuestras más sinceras
condolencias a los familiares y amigos de esta bella y virtuosa
jovencita. Descanse en paz”.
-Oh, Dios mío
-musitó Sara, y sintió que se le ponía la piel de gallina-. La he
encontrado.
VI
Sara volvió a casa
con una fotocopia de la esquela, que el señor Isidro le había hecho
personalmente, con todo cuidado, para que no se estropearan las
páginas centenarias de “La Gaceta Liberal”.
No volvió a
aparecer por la biblioteca en dos o tres días, y tardó bastante en
contarle a Lázaro su descubrimiento. Ella y sus hermanos se habían
burlado a menudo de su primo, por andar buscando cosas que no
existían, pero tenía que reconocer que, aunque Lázaro creía
firmemente que había otra realidad, siempre había admitido que él
no la había visto aún. ¿Por qué afirmar ahora de forma tan
tajante que había visto un fantasma? Podía estar tomándole el
pelo, pero Sara sospechaba que no. Esta vez, no.
¿Y si la historia
de su primo era cierta? Sara no quería ni pensarlo.
-Aquí la tienes
-dijo solamente cuando por fin se acercó a él para darle la
fotocopia-. Elisa Valbuena del Castillo.
Lázaro no pudo
decir nada durante un momento. Para cuando fue a darle las gracias,
ella ya le había dado la espalda y se alejaba calle abajo.
Los días
veraniegos pasaban, sin prisas, y Lázaro siguió frecuentando la
finca Valbuena. Persiguió a la aparición por los jardines,
llamándola “Elisa”, pero ella seguía sin responderle. Lázaro
se sentaba en un rincón y la miraba mientras ella paseaba, cantando
de día por el jardín francés, o sollozando de noche por el jardín
inglés.
Sara olvidó el
asunto, hasta la siguiente reunión que tuvo con sus compañeros de
la revista del instituto, a mediados de mes. Les enseñó lo que
tenía, y les contó la historia de la familia Valbuena. Ellos se
mostraron entusiasmados, y le pidieron que siguiera investigando, y
reconstruyendo su historia hasta la actualidad.
Ella palideció.
-Pero es que es un
trabajo pesadísimo… -protestó.
-Bueno, pero aún
quedan casi dos meses para que salga el próximo número de la
revista -le replicó uno de sus compañeros-. Tienes tiempo de sobra
para tomártelo con calma, si quieres.
- No me caben
tantas cosas, sólo tengo cuatro páginas.
-Pues tendrás
ocho.
Sara se fue a su
casa, un poco mosqueada. Reconocía que la culpa había sido suya,
por meterse en aquellas cosas; ahora, no podía dejar el trabajo a
mitad.
Sin embargo, estaba
algo preocupada: “La Gaceta Liberal” sólo llegaba hasta 1840.
Para los más de ciento cincuenta años que quedaban, tendría que
atreverse a buscar en la montaña de documentación que le había
preparado el señor Isidro.
Pero, decidió,
esta vez no pensaba hacerlo sola.
Después de comer
fue a llamar a la casa de al lado. Le abrió la madre de Lázaro.
-¡Hola, Sara!
-Hola, tía Isabel.
¿Está Lázaro?
-Pues no, ha
salido. No me ha dicho a dónde.
Sara se imaginaba
perfectamente dónde estaba su primo, pero no tenía tiempo ni ganas
de ir a buscarlo.
-¿Puedo dejarle
una nota?
-Claro.
Sara arrancó una
hoja de su cuaderno y escribió rápidamente: “FAVOR POR FAVOR.
ESTOY EN LA BIBLIOTECA. VEN EN CUANTO PUEDAS. SARA”.
Le dejó la nota a
la madre de Lázaro, se despidió de ella y se alejó en dirección a
la biblioteca.
El señor Isidro la
recibió con una amplia sonrisa.
-¡Buenas tardes!
Hacía tiempo que no venías.
-Sí, es que he
estado algo liada. ¿Ha guardado ya…?
-No, lo he dejado
todo aparte, esperando a que volvieras.
Sara no sabía si
alegrarse o lamentarlo. Minutos después estaba examinando de nuevo
los tomos de “La Gaceta Liberal”. Comenzaba por el quinto, que
correspondía a 1837. Pasaba las páginas con cuidado de no
estropearlas, pero leyéndolas por encima.
“Ha sido
nombrada camarera mayor de S.M. la Reina la Sra. Marquesa de Santa
Cruz”.
“TEATRO: Hoy
se ejecutará la comedia entres actos, de grande espectáculo, Pólder
o el verdugo de Amsterdam”.
“Acaba de
inventarse en Leypsick un Psicómetro, que señala los grados de las
pasiones del ánimo y del corazón”.
-¡Qué curioso!
-comentó Sara, y siguió buscando.
“La diligencia
que llegó de Valladolid el día 6 por la noche fue detenida por 40
hombres que robaron a los pasajeros…”
“CORREDURÍA DE
CASAMIENTOS: un joven de 21 años, alegre, vivo, semblante expresivo;
nada posee, y busca novia bonita, joven, virtuosa y rica que le
mantenga”.
-¡Qué morro!
-dijo Sara.
Dio la vuelta a la
hoja, sorprendida de que ya hubiese en el siglo XIX algo parecido a
una agencia matrimonial en “La Gaceta Liberal”.
“REAL LOTERÍA
PRIMITIVA: En la extracción celebrada en este día han sido
agraciados los números 67, 38, 7, 47 y 42”.
“SUICIDIO: Hoy
hemos de lamentar en nuestra tranquila villa un episodio oscuro: la
señorita Elvira Valbuena, de diecisiete años…”
Sara parpadeó y
miró otra vez antes de seguir leyendo. No, no se había equivocado:
Elvira Valbuena. Con el corazón latiéndole con fuerza, leyó el
artículo completo:
“SUICIDIO: Hoy
hemos de lamentar en nuestra tranquila villa un episodio oscuro: la
señorita Elvira Valbuena, de diecisiete años, hija de nuestro buen
vecino, don Valeriano Valbuena, se suicidó la otra noche,
arrojándose a las aguas del estanque que hay detrás de su casa.
Tras esta
terrible desgracia hay, sin embargo, una desagradable verdad: todos
conocíamos a la señorita Valbuena, y sabíamos cuánto la había
afectado la lectura de los autores llamados románticos: Goethe,
Byron, Hugo… que escriben insensateces sobre amores imposibles y
desgraciados, que reúnen a los enamorados en lugares tan impropios
como celdas, monasterios, cementerios o bosques lúgubres, tétricos,
fúnebres y oscuros, en noches tan tormentosas como sus sentimientos.
En estas obras, los amantes mueren: o los matan o se suicidan por
amor.
Desgraciadamente,
esta moda ha alcanzado a nuestra España: la trajeron consigo los
españoles que volvieron del exilio, hace tres años, y, en tan poco
tiempo, ya proliferan poemas, novelas y obras de teatro de esta
calaña.
Y ahora, ¡ay de
nosotros!, por culpa de estos mal llamados escritores, nuestros
jóvenes abandonan su sana alegría y se vuelven pálidos, delgados y
suspirosos, soñando con amores imposibles y desgarrados, de una
forma insana y enfermiza.
Todos sabemos
que la señorita Valbuena había vivido recientemente una serie de
tragedias: la muerte de su madre, la invalidez de su padre, el
fallecimiento de su hermana, la señorita Elisa Valbuena…”
Sara dejó de leer
bruscamente. Había entendido el artículo a medias, pero ya tenía
un dato clave. Escribió en su libreta:
“ELISA VALBUENA
(casada): 17 años. Murió en noviembre de 1836.
ELVIRA VALBUENA: 17
años. Murió en febrero de 1837. Suicidio. “
-¡Gemelas!
-musitó.
De pronto, sintió
que alguien colocaba la mano sobre su hombro, y se sobresaltó. Tras
ella estaba Lázaro, que la miraba con curiosidad.
-Parece que hayas
visto un fantasma -comentó él-. Mi madre me ha dado tu nota. ¿En
qué quieres que te ayude?
Aún temblando,
Sara le contó lo de su reportaje, y le explicó que era mucho
trabajo, y que necesitaba que le echara una mano. Le enseñó los
tomos de “La Gaceta Liberal”.
-¿De aquí sacaste
la esquela de Elisa?
-Y mucho más. Lee
esto, y cuidadito con estropearlo. Estas páginas tienen casi ciento
setenta años.
Lázaro obedeció.
Según avanzaba en la lectura, su rostro iba adoptando una cierta
expresión de perplejidad.
-No he entendido
gran cosa -confesó-. A ver, esa chica, Elvira Valbuena, era hermana
de Elisa, y se suicidó…
-Las dos tenían
diecisiete años -cortó Sara.
-¿Quieres decir…?
-¿No es evidente?
¡Eran gemelas!
Lázaro dio un bote
en el asiento.
-¡Madre mía!
-gritó-. ¡Eso es!
-¡¡¡Sssssshhhhh…!!!
-les recriminó un hombre que leía el periódico en un rincón de la
biblioteca.
-Eso lo explica
todo -prosiguió Lázaro, bajando la voz-. Lo que me dijo Borovski…
que los fantasmas se pasean de día o de noche… ¡es lo que hace mi
fantasma, porque no es uno, son dos! ¡Dos gemelas! Por eso son tan
iguales y tan diferentes.
-¿Elisa y Elvira,
quieres decir? ¿Y quién es quién?
-Bueno… -Lázaro
titubeó-. En el artículo del suicidio de Elvira no hablan muy bien
de ella. La presentan como una loca, una alucinada o algo así…
¿Quién ha escrito esto?
-No sé, un tal
“Ofloda”. Mira que tenían nombres raros estos tipos, ¿eh?
-Pues habla de
Elvira como un nuevo Don Quijote, pero en chica.
-¿Crees que ella
es el fantasma que llora de noche?
Lázaro se levantó
de un salto, temblando de excitación.
-¡Eh! -protestó
Sara-. ¿A dónde vas?
-¡A hablar con
Borovski!
-¡No, ni hablar!
-Sara lo obligó a sentarse de nuevo-. Tú te quedas aquí. Tienes
que ayudarme con mi reportaje.
Lázaro, de mala
gana, cogió el sexto tomo.
-¿Habéis
encontrado algo interesante? -dijo entonces la voz del bibliotecario,
muy cerca de ellos.
Sara le enseñó el
artículo, y le explicó que buscaban pistas sobre la gente que había
vivido en la propiedad Valbuena.
-No entendemos muy
bien esto de la moda romántica -dijo la chica-. ¿Tiene que ver con
las historias de amor?
-No sólo con el
amor. -El señor Isidro se sentó junto a ellos-. Mirad, el
Romanticismo fue mucho más que una moda, aunque algunos críticos de
la época no quisieran reconocerlo.
>> Imaginaos
el mundo antes de 1789, año de la Revolución Francesa. El rey manda
porque ha sido elegido por Dios. Los nobles están por encima de los
plebeyos, que deben trabajar para ellos. Los eclesiásticos rezan y
cobran también impuestos a los campesinos. No importaba que hubiese
burgueses plebeyos más ricos que los nobles, ni que muchos nobles lo
fueran porque habían comprado un título nobiliario: la teoría era
que el rey, los nobles y los altos cargos de la Iglesia mandaban
porque habían nacido para mandar. Y los otros, a callar.
-Hasta la
Revolución Francesa -murmuró Sara, recordando oportunamente las
clases de historia-. Libertad, Igualdad, Fraternidad.
-Exacto. Los
plebeyos se rebelaron contra sus señores, y rodaron cabezas. El
orden del mundo quedó trastocado.
>> Pero no
creáis que fue tan sencillo. Las luchas duraron muchos años, por
toda Europa, y, en España, mucho más. La política quedó
básicamente dividida en liberales y conservadores. Los liberales
luchaban a favor de los ideales de la Revolución. Los conservadores
deseaban volver al Antiguo Régimen.
>> El
Romanticismo se inició en Europa con ideales revolucionarios. Los
románticos soñaban con un mundo más igualitario, más justo, y
luchaban por causas nobles: por ejemplo, Lord Byron, el famoso poeta
romántico inglés, murió en la guerra por la libertad de Grecia.
>> Pero,
¿sabéis qué pasó cuando las aguas volvieron a su cauce?
Sara y Lázaro
negaron con la cabeza.
-Las ideas
revolucionarias afirmaban que no debía gobernar quien hubiese nacido
noble, sino quien realmente tuviese aptitudes para ello. Lo llamaban
“aristocracia del talento”. Pero, ¿quiénes gobernaron después
de la revolución? No los más capacitados. No los más inteligentes,
los más sabios, los más honrados o los más justos.
>> Gobernaron
los más ricos. La nueva sociedad era de aquel que tenía dinero.
-Como pasa hoy en
día -comentó Lázaro.
-Exacto. Pues sabed
que nuestra sociedad nació en aquella revolución, aunque no salió
exactamente como la habían planeado los primeros románticos, sino
como la planearon los burgueses ricos.
>> Con el
tiempo, esta nueva sociedad se consolidó, y aquellos hombres y
mujeres que lucharon por el cambio se sintieron muy desilusionados,
solos y perdidos, como pájaros encerrados en jaulas de oro. Aquel
nuevo mundo no gustaba a los románticos liberales, que soñaban con
una sociedad más igualitaria y libre; pero tampoco gustaba a los
románticos conservadores, que añoraban el mundo anterior a la
revolución. Unos y otros expresaban sus ideas mediante artículos
críticos en los periódicos, como Larra, el mejor periodista español
de aquella época…
-¿Ah, sí?
-preguntó Sara, interesada-. ¿Y qué fue de él?
-Se suicidó.
-¡Ah! -dijo la
chica, desilusionada-. ¿Se suicidaba mucho la gente, entonces?
-Más que en épocas
anteriores, sí; aunque no tanto como dice el autor de ese artículo
que me habéis enseñado. Los románticos se sentían diferentes,
elegidos. Se sentían genios incomprendidos y pensaban que ellos
estaban por encima del materialismo y la hipocresía que les rodeaba.
Les gustaba la naturaleza salvaje e indomada; creían en valores
espirituales y, cuando se enamoraban, su amor era apasionado, rebelde
y eterno; generalmente, un amor imposible.
-Vaya -comentó
Lázaro, impresionado-. No parece una moda.
-En algunos
aspectos, sí que lo fue. Fijaos en que el buen romántico era, o
debía ser, alto, delgado y pálido. Así parecía más espiritual.
Los hombres comenzaron a vestir de negro, para que se viera, por
contraste, lo pálidos que estaban. Usaban sombrero de copa, para
parecer más altos; pusieron de moda los pantalones largos y el
chaleco, y muchos incluso usaban zapatos con tacones. En cuanto a las
mujeres románticas, eran preferiblemente de piel blanca y cabellos
negros, con ojeras, para que se viera cuánto sufrían; delgadas…
-Entonces, ¿los
románticos también pusieron de moda la anorexia? -quiso saber Sara.
El señor Isidro
soltó una carcajada.
-No, hija. Las
mujeres adelgazaban, pero no tanto. No había nada de romántico en
morir de hambre. Los románticos morían de amor.
Lázaro estaba
confundido.
-No entiendo
-dijo-. Usted ha hablado del Romanticismo como un ideal de libertad,
de igualdad… pero me parecen unos hipócritas. ¿Vestían de negro,
con sombrero de copa y pantalones largos, sólo para parecer más
altos?
-Para que la gente
viera que ellos eran diferentes -corrigió el bibliotecario-. Era una
forma de rebeldía pacífica. De demostrar que no estaban de acuerdo
con la sociedad en la que vivían.
-Me parece una
tontería.
El señor Isidro se
encogió de hombros.
-Se cansaron de
luchar. Hay gente que quiere cambiar el mundo, pero simplemente no
tiene fuerzas.
>> Hubo
románticos que lucharon, y otros que no. Muchos se refugiaron en un
mundo fantástico, exótico, o ya pasado y olvidado. En muchas
historias románticas los fantasmas vagan por castillos en ruinas a
media noche; o el héroe se bate en duelo contra el villano en un
cementerio; o los amantes se despiden para siempre poco antes de que
ella muera y él se suicide arrojándose por un precipicio una noche
de tormenta…
Sara se estremeció.
-No sé si quiero
saber más. Es usted una enciclopedia, señor Isidro.
-Cuando uno ha
pasado veintisiete años metido en una biblioteca, a la fuerza ha de
salir sabiendo algo.
Lázaro y Sara
estaban abrumados. El bibliotecario se dio cuenta, y dijo:
-Bueno, os dejo que
sigáis con vuestro trabajo. Si necesitáis algo más, ya sabéis
dónde encontrarme.
Y se alejó de
nuevo hacia el mostrador.
Sara y Lázaro
cruzaron una mirada.
-Bueno, tú ya
conoces la historia de tus fantasmas -dijo ella, insegura-. Pero yo
no he terminado mi reportaje.
-Te ayudaré -dijo
Lázaro, cogiendo el tomo sexto de “La Gaceta Liberal”-. Te debo
una.
Poco después,
ambos estaban sumidos de nuevo en la búsqueda de datos. Sara se
sentía confundida. No quería creer la historia de Lázaro, pero…
¡todo concordaba! Y, si su primo decía la verdad…
Se estremeció, y
se concentró en los periódicos.
Cuando acabaron,
sólo habían encontrado otra referencia más, aunque significativa:
la noticia de la muerte de Valeriano Valbuena en 1840, a los 67 años
de edad. Junto a aquella noticia había un extenso artículo que
hablaba de la influencia que había tenido el señor Valbuena en la
población, y de lo solo que se había quedado tras la muerte de su
esposa, Aurora del Castillo, y de sus dos hijas gemelas, Elisa y
Elvira. Su yerno, Adolfo Heredia, había estado a su lado todo el
tiempo, y heredaría todos sus bienes, incluida su preciosa casa en
la calle de las Acacias.
-Heredia -murmuró
Sara-. Entonces, ¿qué ha sido de los Valbuena?
Lázaro no paraba
de moverse en su asiento.
-Está bien, vete
-dijo Sara-. Ya seguiré yo.
-¡Mañana volveré
para ayudarte! -prometió el chico, antes de salir por la puerta.
-¡¡¡¡Sssssssshhhhhhhhh!!!!
-protestó el hombre del periódico.
VII
Lázaro se topó de
narices con un curioso cartel en la puerta de la casa de Borovski:
HE SALIDO DE VIAJE.
NADIE SABE
A DÓNDE HE IDO, NI
CUÁNDO VOLVERÉ.
¡PREGUNTA A LOS
ASTROS!
B.M. BOROVSKI
Lázaro se encogió
de hombros y salió de la casa. Miró el reloj: eran las seis y
media. Quedaban dos horas para que cerrara la biblioteca. Pensó en
volver con Sara, pero finalmente decidió no hacerlo.
Sus pasos le
encaminaron de nuevo hacia la finca Valbuena.
Mientras tanto, en
la biblioteca, Sara había empezado con el montón de documentación
que le había preparado el señor Isidro. Era más rápido de lo que
imaginaba: la mayoría de los papeles no le servían para nada.
-Me da la sensación
de que te he complicado el trabajo, en lugar de ayudarte
-comentó el señor Isidro-. ¿Qué buscas exactamente?
-Ya se lo dije:
información sobre los que vivieron en la casa.. Los Valbuena… y
los Heredia -añadió.
-Bueno -dijo el
bibliotecario, pensativo-. Verás, a finales del siglo XIX vivió en
el pueblo un erudito que se dedicó a hacer el árbol genealógico de
las familias más importantes de la comarca. Creo que su estudio
sigue por aquí, en alguna parte. ¿Te sirve?
-Sí, para empezar.
Por lo menos, hasta los primeros años del siglo XX. Después, tendré
que seguir buscando información de los cien años que me faltan.
Mientras el señor
Isidro iba a buscar el volumen, Sara siguió examinando lo que había
en su montón de papeles.
Le llamó la
atención un libro antiguo, que estaba debajo de todo. Lo sacó y lo
hojeó, interesada. Era una especie de atlas local, un conjunto de
planos de la comarca y sus diferentes poblaciones, Por curiosidad,
miró en la portada la fecha de publicación: 1832. Abrió la primera
página y vio una anotación manuscrita que hizo que su corazón se
acelerara:
“Este volumen
pertenece al sr. D. Valeriano Valbuena.
A once de
diciembre de 1833”
-¡Vaya! -murmuró
y, con dedos temblorosos, sacó un montón de papeles que había
entre sus páginas.
Los estudió con
interés y emoción, sin acabar de creerse su buena suerte.
El señor Isidro ya
volvía con el volumen de las genealogías.
-¡Mire esto! -dijo
Sara, enseñándole los papeles-. ¡Planos de la casa! Son los que
usó Valeriano Valbuena para hacer las reformas cuando volvió del
exilio.
Por primera vez
veía cómo podía ser la casa por dentro: tenía dos pisos y una
buhardilla. En el piso inferior estaba la biblioteca, el salón, el
comedor, la cocina… En el segundo, las habitaciones. Y, en la
buhardilla, los cuartos de los criados: el ama de llaves, el
cocinero, el jardinero. En el sector del plano que correspondía a la
parte trasera de la casa, Valeriano Valbuena había escrito, con
caligrafía fina, segura y elegante: “Aquí, un jardín como los
que vimos en Londres y tanto le gustan a Elvira”.
Sara casi no podía
hablar de la emoción. Le parecía increíble estar reconstruyendo la
historia de una familia que había vivido más de ciento cincuenta
años atrás.
-¿Lo ves? -le
espetó el bibliotecario-. Podrías escribir una tesis doctoral.
-Pero si todavía
estoy en el instituto…
Sara siguió
pasando hojas, hasta que algo cayó al suelo. La chica dejó el libro
de planos sobre la mesa y se agachó para recogerlo. Era un sobre
pequeño y amarillo:
“A la atención
del Sr. D. Valeriano Valbuena Monteverde.
Calle de las
Acacias, número 7”.
Sara le dio la
vuelta al sobre para leer el remite:
-Leonor Valbuena
Monteverde -murmuró-. ¡Su hermana!
-Ajá -dijo
entonces el señor Isidro-. Aquí está.
Le enseñó una
página del libro de las genealogías. Era la de los Valbuena.
Sara la examinó
durante un momento, y la copió rápidamente en su cuaderno, pero
sólo desde los padres del constructor de la casa.
El árbol
genealógico no llegaba hasta el siglo XX, porque la persona que lo
había hecho había muerto, según le dijo el señor Isidro, hacia
1893. Además, especificaba que Adolfo Heredia se había casado con
Elisa Valbuena en 1836; diez años más tarde se había vuelto a
casar, con una tal María Cantero, con la que sí había tenido
hijos.
-Los Heredia
-murmuró Sara, comprendiendo.
-Son los actuales
propietarios de la finca -señaló el señor Isidro-, pero la gente
se había acostumbrado a llamarla “la casa de los Valbuena”, y
eso no han podido cambiarlo.
Sara seguía con su
razonamiento.
-Pero Valeriano
Valbuena tenía una hermana, Leonor -murmuró-, y un hermano, Pedro…
-murmuró-, que se quedarían en la ciudad. Éstos sí que tuvieron
hijos. Supongo que sus descendientes son los que, en la actualidad,
disputan la casa a los Heredia…
-Pero tienen poco
que hacer -explicó el señor Isidro-. Por lo que he oído, los
Heredia conservan el testamento de uno de sus antepasados, un
Valbuena, cediéndoles la casa y toda su fortuna…
-El testamento de
Valeriano Valbuena, en favor de Adolfo Heredia -Sara señaló la
genealogía-. Adolfo Heredia, que se casó con Elisa Valbuena y,
según dice “La Gaceta”, estuvo junto a su suegro enfermo e
inválido hasta que murió…
Con mucho cuidado,
sacó la carta del sobre y la desdobló. Se sentó para leerla,
esforzándose por entender la letra:
“ Enero 1837
Queridísimo
hermano:
Hemos recibido
tu carta de Navidad, y sentimos mucho no haber podido acudir a pasar
las fiestas con vosotros. Dios sabe cuánto nos apena vuestra
situación, pero mi esposo tiene mucho trabajo aquí y no podemos ni
soñar con movernos de la ciudad, por el momento.
En cuanto a que
envíe a mi hija Sofía a pasar unos días con su prima, para que le
haga compañía… si he de serte sincera, hermano mío, no me parece
una idea acertada.
No quiero
aumentar tu dolor con mis palabras, pero es necesario que dejes de
cerrar los ojos ante lo evidente. Todos sabemos que, desde que tu
yerno, Adolfo, dejó de cortejar a Elvira para iniciar su noviazgo
con Elisa, tu hija no ha vuelto a ser la misma. Ya sabemos que,
influenciada por esos libros que se trajo del extranjero, y que
ahora comienzan a proliferar en nuestra España, se figuró ser
víctima de un amor funesto y desgraciado, y alimentó unos horribles
celos hacia su hermana, a la que consideraba culpable de su
infelicidad.
Es necesario que
te diga que, aunque los médicos dictaminaron que la pobre y dulce
Elisa murió por un enfriamiento, corre de boca en boca el rumor de
que fue su hermana Elvira quien la mató, por medio de algún
mortífero bebedizo. Pese a tus esfuerzos por ocultarlo, sabemos que
Elvira ya había atentado contra la vida de Elisa en otra ocasión…
Por ello, y
visto el evidente estado de enajenación mental de tu hija desde el
desgraciado fallecimiento de su hermana gemela, espero que
comprenderás y aceptarás mi decisión de prohibir a mis hijos que
vayan a visitaros, por el momento, mientras no se aclare este
escabroso asunto.
De nuevo insisto
en que me duele dirigirme a ti en estos términos, querido Valeriano.
Pero no puedo seguir mintiéndote con excusas vacías. Harías bien
en internar a tu hija Elvira en alguna institución donde puedan
sanar su enfermedad mental, y devolverle el buen juicio, antes de que
sea demasiado tarde.
Afectuosamente,
tu hermana,
Leonor”
Sara acabó la
lectura de la carta, perpleja. Volvió a leer algunos renglones que
saltaban ante sus ojos como si estuviesen escritos con letras de
fuego: “tu yerno, Adolfo, dejó de cortejar a Elvira para iniciar
su noviazgo con Elisa”… “alimentó unos horribles celos hacia
su hermana”…”la pobre y dulce Elisa”… “corre de boca en
boca el rumor de que fue su hermana Elvira quien la mató”…
“Elvira ya había atentado contra la vida de su hermana en alguna
otra ocasión”… “estado de enajenación mental”…
-¿Has encontrado
algo?
La voz del señor
Isidro la hizo volver a la realidad. Sara se sobresaltó y lo miró,
confundida.
-¡Madre mía…ya
lo creo! Esto es un auténtico culebrón. Amores, celos, asesinatos,
locura, muerte… -Sara movió la cabeza-. ¡Es una bomba! ¿Puedo
llevarme la carta?
La expresión del
bibliotecario se había vuelto seria, casi severa.
-No, no puedes. Si
esa carta cuenta todo eso, has de tener en cuenta que los
descendientes de esas personas todavía viven. Deberías pedirles
permiso a ellos antes de publicar nada.
Sara le miró,
contrariada.
-¡Pero no conozco
a ningún Valbuena!
-Yo puedo
conseguirte la dirección de Amelia Valbuena. Escríbele y cuéntale
tu situación.
A regañadientes,
Sara tuvo que admitir que tenía razón. Pero eso retrasaría
terriblemente las cosas.
De pronto se acordó
de algo, y empezó a recoger apresuradamente sus cosas.
-¡Espera! -la
llamó el señor Isidro-. ¿A dónde vas?
-¡A hacer algo muy
urgente! -dijo ella desde la puerta-. ¡Mañana volveré, se lo
prometo!
-¡¡Ssssshhhhh!!
-se oyó una voz airada desde el rincón.
Lázaro se había
colado de nuevo en el jardín de la casa de la calle de las Acacias.
Había seguido al fantasma de Elisa durante un buen rato y ahora se
encontraba ante la arcada que lo llevaría al jardín inglés, en la
parte trasera del edificio.
Lázaro suspiró.
Anochecía rápidamente. El sol ya había desaparecido tras las
montañas, y las primeras estrellas tachonaban un cielo sin luna.
Lázaro aguardó a
que oscureciera del todo, encendió la linterna y se internó en el
jardín inglés.
Recorrió sus
senderos sombríos, apenas trazados entre árboles y matorrales que
componían una naturaleza libre, salvaje y magnífica. “El ideal
romántico”, pensó el chico.
Se acercó al
estanque y se quedó esperando, hasta que distinguió una forma
blanquecina un poco más allá.
-Elvira -susurró-.
¿Por qué te quitaste la vida? ¿Por amor? ¿Porque te sentías
desgraciada? ¿Por las dos cosas?
Profundamente
conmovido, compadeciendo a aquella criatura que sufría más allá de
la muerte, Lázaro salió de su escondite para ir en pos de ella.
Pero una mano lo
agarró férreamente por el brazo, y Lázaro tuvo que contenerse para
no lanzar una exclamación. Se volvió. Era su prima Sara, que lo
miraba, pálida y con los ojos muy abiertos.
-Lázaro… -empezó
ella.
-¡La has visto!
-adivinó él, sorprendido, pero contento-. ¡Tú también la has
visto!
-Lázaro…
-repitió Sara; temblaba-. No te acerques a ella.
Lázaro iba a
replicarle que no era su madre y no podía darle órdenes, pero se
calló al ver en la mirada de su prima que iba en serio.
Sara señaló con
el mentón el espectro de Elvira, que rondaba desconsolada al otro
lado del estanque.
-No te acerques a
ella -repitió-. Es una asesina.
VIII
Hacía calor, así
que Lázaro dio unos pasos atrás, para refugiarse bajo la sombra de
un árbol, y contempló la lápida una vez más.
AQUÍ YACE
NUESTRA BIENAMADA HIJA
ELISA VALBUENA
DEL CASTILLO
11 - VI - 1819
24 -XI -1836
R. I. P
-Lo siento -musitó,
recordando el fantasma que corría por el jardín francés-. Aunque
no parece que te vaya mal en el Más Allá; pareces feliz. Entonces,
¿por qué has vuelto?
Se inclinó para
depositar un sencillo ramo de flores sobre la tumba. Elisa Valbuena
había fallecido hacía más de ciento cincuenta años, y ya nadie
se acordaba de ella, ni acudía a llevarle flores.
-A las mujeres os
gustan las flores -comentó el chico-. Seguro que las echas de menos.
Se tocó el cuello
para sentir asegurarse de que aún llevaba la cadena con la medalla
del abuelo. Por alguna razón, el día anterior había sentido el
impulso de cogerla del joyero de su madre y de colgársela al cuello.
Era antigua y estaba tan gastada que la imagen que mostraba estaba
casi irreconocible, pero, no sabía muy bien por qué, llevarla le
reconfortaba un poco en medio de todo aquel asunto.
-Lázaro.
Él se volvió.
Sara acababa de llegar.
-Tu madre nos está
esperando.
Lázaro asintió, y
se levantó para marcharse.
-He buscado la
tumba de Elvira, pero no la he encontrado -dijo.
-Ni la encontrarás.
Ella se suicidó; el suicidio es un pecado mortal, así que no puede
ser enterrada en sagrado.
-¿En sagrado? ¿Qué
es eso?
-Éste es el
cementerio de una iglesia. Aquí se enterraba a las gentes de bien.
Los pecadores no tenían derecho a un entierro cristiano.
-Pues yo creo que
un suicida no es un pecador, sino alguien que se ha equivocado,
alguien que estaba muy confundido. Creo que es más bien una víctima.
-¿Elvira, una
víctima? -Sara resopló-. ¿Es que no leíste la carta de su tía?
Lázaro no la
escuchaba.
-Aquí está toda
su familia -comentó, pensativo-. Su padre, su hermana, incluso su
madre, que murió en el extranjero. No me extraña que su espíritu
llore.
-Mató a su hermana
-dijo Sara secamente-. En su lugar, yo también lloraría toda la
eternidad.
Lázaro estuvo a
punto de replicarle que no tenían pruebas de ello, pero en aquel
momento llegaban junto al elegante coche verde de su madre, que sacó
la cabeza por la ventanilla.
-¿Estáis listos,
chicos?
Ellos asintieron, y
entraron en el coche.
Estuvieron un buen
rato en silencio, mientras avanzaban a buen ritmo por la carretera.
Sara estaba esperando que, de un momento a otro, la madre de Lázaro
le preguntase a su extravagante hijo qué hacía en un viejo
cementerio, pero la pregunta no llegó.
Sara suspiró. Su
tía había sido actriz de teatro en su juventud. Era culta,
elegante, inteligente y sofisticada. Y, en algunos aspectos, aún más
extravagante que Lázaro. “¡Qué familia!”, solía decir a
menudo la madre de Sara; pero lo decía con cariño. Las dos se
habían llevado siempre muy bien, aunque muchas veces no tuviesen los
mismos punto de vista sobre las cosas.
Sara abrió de
nuevo su carpeta para comprobar que llevaba dentro lo más
importante: dos cartas. Una de ellas era la que había escrito Leonor
Valbuena a su hermano Valeriano, siglo y medio atrás.
La otra era mucho
más reciente, y estaba escrita por una descendiente de Leonor:
Amelia Valbuena García. Sara volvió a leerla:
“Apreciada
Sara:
He recibido tu
amable carta, y he de decir que siento un vivo interés por tu
historia, que no deja de ser la mía y la de mi familia. Antes de
darte permiso para publicarla, me gustaría leer esa carta que, según
dices, encontraste en la biblioteca de tu pueblo; pero, sobre todo,
me encantaría conocerte personalmente. ¿Te vendría bien visitarme
el próximo sábado por la tarde, para charlar un poco?
Atentamente,
Amelia Valbuena”
Sara volvió a
doblar la carta. se asomó a la ventanilla.
-¿Falta mucho, tía
Isabel? -preguntó.
-No. De hecho, creo
que estamos a punto de llegar. -La madre de Lázaro apagó el
cigarrillo y miró por la ventanilla, por encima de sus gafas de
sol-. Ajá, aquí es.
Sara y Lázaro
miraron también. Había un letrero junto a una pequeña senda, a un
lado de la carretera: Villazul. La madre de Lázaro giró el volante,
y el coche entró suavemente por el camino.
Enseguida vieron
Villazul, una pequeña casita blanca con tejados de color azul
marino. Delante había un jardín, y, a un lado, un huerto.
La madre de Lázaro
detuvo el coche junto a la valla.
-Es aquí -dijo-.
¿Os recojo a alguna hora?
-A las siete está
bien.
-De acuerdo. A las
siete, entonces.
Los chicos salieron
del coche, y Sara se volvió para examinar el aspecto de su primo.
Suspiró, exasperada. Lázaro llevaba el pelo negro despeinado, unos
vaqueros cortos deshilachados y una camiseta negra con la imagen de
un alien y la leyenda “NO ESTAMOS SOLOS”.
-¿Qué? -se
defendió el chico, al advertir la mirada desaprobadora de su prima.
Sara decidió
olvidar lo que había visto, y avanzó decididamente hacia la puerta
de la casa.
Un enorme perro se
lanzó hacia ella, ladrando con fiereza. Pero una cadena lo retuvo
con un sonoro “¡Clac!” antes de que pudiese alcanzarla.
-¡”Tom”,
cállate!
Sara, aún con el
corazón latiéndole con fuerza, miró hacia la entrada de la casa.
Ante ella acababa de aparecer una mujer de unos cincuenta años, de
expresión bondadosa, pero mirada firme y segura.
-¡”Tom”!
-repitió la mujer-. ¡Atrás!
El perro se retiró,
de mala gana.
-Vamos, venid -dijo
la dueña de la casa-. No os hará daño.
Sara no lo tenía
muy claro.
-¿Es usted Amelia
Valbuena?
-Sí, claro. Y
vosotros debéis de ser los chicos de esa revista de estudiantes…
-Yo soy Sara, y
éste es mi primo Lázaro.
-Encantada. Vamos,
entrad.
Los dos chicos
pasaron rápidamente junto al perro y entraron en la casa, siguiendo
a Amelia Valbuena. Ella los guió hasta un agradable salón lleno de
plantas y flores. Al fondo había una enorme chimenea, y, junto a
ella, dos mecedoras y un sofá cubierto de cojines de colorines.
-Sentaos -dijo
Amelia, y tomó asiento sobre una de las mecedoras.
Lázaro fue más
rápido que su prima, y corrió a tomar posesión de la otra. Sara
apartó un montón de cojines para sentarse sobre el sofá.
-He preparado una
pequeña merienda -añadió la dueña de Villazul-. ¿Os apetece?
Fue entonces cuando
los visitantes se percataron de que sobre la mesita había una tetera
y un plato con pastas.
-Mi madre no me
deja tomar café -dijo Lázaro, y Amelia sonrió.
-No es café, es
té.
-¡Ah! ¿Como lo
que toman los ingleses a las cinco?
-Eso mismo.
¿Quieres probar?
-Vale.
Amelia sirvió el
té. Lázaro intentó probarlo enseguida y se quemó la lengua.
-Espera un poco -le
aconsejó Amelia-. ¡Prueba las pastas! Y tú también, Amelia, no
seas tímida.
Sara mordisqueó
una pasta.
-Están de muerte
-afirmó Lázaro, con la boca llena.
-Me las manda desde
el convento una tía mía, que es monja. Las hacen allí: ¡todo
natural!
-Pues están
riquísimas -repitió Lázaro con énfasis.
Sara terminó de
comer la pasta, se limpió bien las manos con una servilleta y sacó
de la carpeta la carta centenaria, protegida por una funda de
plástico transparente.
-¡Ah! -exclamó
Amelia Valbuena-. Así que es ésta.
Cogió la carta y,
sin sacarla de su funda, la leyó atentamente, mientras bebía su té
a pequeños sorbos. Cuando terminó, dejó la carta a un lado y miró
a Sara y a Lázaro, pensativa.
-Valeriano Valbuena
era viudo y tenía dos hijas gemelas -dijo Sara-. Adolfo y Elvira
eran novios, pero él la plantó para casarse con su hermana Elisa,
lo cual no le sentó nada bien a Elvira. A los pocos meses de la
boda, Elisa murió, y se sospechaba que Elvira pudo haberla matado.
Poco tiempo después, Elvira se suicidó, ahogándose en el estanque.
Ésa es la historia que cuenta esa carta.
-Sí, ya la he
leído -dijo Amelia gravemente; ya no sonreía.
-No me va a dejar
publicarla, ¿verdad? -preguntó Sara, descorazonada.
Amelia le miró a
los ojos.
-En el pueblo
-dijo-, cualquier cosa que cuentes corre de boca en boca, y enseguida
lo sabe todo el mundo. Si se hace pública toda esta historia, no nos
beneficiará, ni mucho menos, ante los tribunales, en nuestra batalla
por la casa.
Suspiró. Hubo un
largo silencio que ni Sara ni Lázaro se atrevieron a romper.
-Pero no puedo
hacer nada para impedirlo -concluyó Amelia.
Sara la miró,
pasmada.
-Pero…
-Es un asunto del
pasado, y pertenece a la historia -explicó Amelia-. Las personas de
las que habla esa carta murieron hace muchos años. No hay ningún
motivo para esconder esa información. Al fin y al cabo, estaba en la
biblioteca pública, ¿no?
Sara no sabía qué
decir.
-Si vas a dedicarte
al Periodismo -añadió Amelia-, aprende que hay dos cosas que nunca
debes hacer: publicar información falsa y publicar cosas que violen
la intimidad de nadie.
>> Y lo que
dice esa carta no es falso, ni ofende a nadie, ¿verdad?
-Excepto a Elvira
-se le escapó a Lázaro.
Las dos se
volvieron para mirarle: Amelia, sorprendida; Sara, con un brillo de
advertencia en los ojos.
-Quiero decir…
-dijo Lázaro-, que yo creo que la mujer que escribió esa carta,
Leonor Valbuena, se equivoca. Elvira no mató a nadie.
-¿Cómo lo sabes?
-quiso saber Amelia, intrigada.
-Bueno… no lo sé.
Es sólo una corazonada.
-¿Entonces vais a
publicar el artículo, sí o no?
-¡Sí! -dijo Sara.
-¡No! -protestó
Lázaro.
Amelia estaba
desconcertada.
-Chicos, creo que
tenéis un problema de entendimiento -dijo-. ¿Por qué no os habéis
puesto de acuerdo antes de venir a verme?
Sara estaba roja
como un tomate. Le lanzó a Lázaro una mirada asesina, pero él se
limitó a adoptar una expresión resuelta y desafiante… o
impertinente, como diría la tía Clara.
-¡Es mi reportaje!
-dijo Sara, con las mejillas encendidas-. ¡Claro que voy a
publicarlo!
-¡Pero no tienes
pruebas de que Elvira asesinase a su hermana, y Leonor Valbuena
tampoco las tenía!
-Un momento, un
momento -intervino Amelia, conciliadora-. Según me decías en tu
carta, Sara, la revista no saldrá hasta mediados de septiembre, ¿no?
Pues tenéis tiempo de sobra para seguir investigando y averiguar lo
que ocurrió en realidad.
Sara gimió. Estaba
harta de revolver en los viejos papeles que se amontonaban en la
biblioteca. Pero Lázaro agarró la ocasión por los pelos.
-Amelia tiene
razón. Tenemos más de un mes para demostrar que Elvira no mató a
nadie.
Sara lo miró,
considerando una idea.
-Con una condición
-dijo por fin-: yo no pienso mover un dedo. Por mí, el tema está
zanjado, así que si quieres seguir investigando, tendrás que
hacerlo tú solo.
Lázaro frunció el
ceño, pero finalmente asintió.
-¡Hecho! -dijo, y
engulló otra pasta.
Sara se volvió
hacia Amelia.
-Lo siento -se
disculpó-. No tenía ni idea de que mi primo no estaba de acuerdo
con las conclusiones de mi reportaje -acribilló a Lázaro con otra
mirada que no presagiaba nada bueno-. Pero parece que hemos hecho un
trato.
Ella sonrió.
-Bueno, creo que
tenéis un buen punto de partida -dijo-. Si Lázaro sigue
investigando por su cuenta y descubre más cosas, puede que tu
artículo quede mejor que antes, Sara.
“O peor”, pensó
ella, pero no lo dijo. Si Lázaro descubría que Elisa había muerto
por causas naturales, y que Elvira se había suicidado porque no
estaba bien de la cabeza, su historia de amor, celos y asesinatos se
iría al traste.
Pero no cambió de
idea con respecto al trato que había hecho con Lázaro; en el fondo,
estaba segura de que sus deducciones eran correctas, y, por otro
lado, pensaba aprovecharse de la nueva fiebre investigadora de su
primo…
Levantó la cabeza
para mirar a Amelia, con una radiante sonrisa.
-Entonces, todo
solucionado: Lázaro seguirá investigando y a mediados del mes que
viene le traeremos lo que tengamos.
-Me parece bien
-asintió la dueña de la casa.
Sara miró el
reloj; vio que eran casi las siete, y se levantó para marcharse.
Lázaro la imitó.
-Muchas gracias por
dedicarnos su tiempo -dijo ella.
-Y por el té y las
pastas -añadió Lázaro, echando una mirada compungida al plato de
las pastas: no había dejado ni las migas.
IX
Lázaro se dio
cuenta enseguida de que, antes de haber hecho ningún trato con Sara,
debería haber puesto en claro cuáles eran las condiciones.
-Quedan ciento
cincuenta años de historia de los Valbuena, los Heredia y esa
dichosa casa -le dijo ella-. De paso que buscas información sobre
Elvira y Elisa, podrías acabar de recabar los datos que faltan para
terminar el reportaje…
-¡Negrera!
-protestó Lázaro.
En realidad, había
esperado poder “investigar” por otros medios, pero esos medios
seguían sin dejarse ver. Cuando se cansó de pasar por la casa de
Borovski y encontrase con aquel letrero que le sugería que
preguntase por él a los astros, Lázaro comprendió que no le
quedaba más remedio que encerrarse en la biblioteca a buscar allí.
Y eso hizo.
-Menudas
vacaciones… -rezongaba a menudo, antes de entrar en los dominios
del señor Isidro.
Pasaron los días.
Mientras Lázaro seguía con la nariz metida en libros y legajos
antiguos, Sara se iba al cine, saboreaba helados de tres bolas o
chapoteaba en la piscina municipal. En lo que a ella respectaba, el
reportaje estaba acabado; si Lázaro no quería dar carpetazo al
asunto de los Valbuena, que se quemase las pestañas él.
Y eso hacía. Con
los datos que obtuvo,y con la valiosa ayuda del señor Isidro, poco
a poco logró reconstruir la historia de los Valbuena y los Heredia
con cierta exactitud. No encontró nada de interés; era como si la
vida en la casa de la calle de las Acacias se hubiera vuelto
sumamente aburrida desde que los Valbuena no vivían en ella.
Durante aquel
tiempo, Lázaro aprovechó también para aprender muchas otras cosas
sobre el Romanticismo. El señor Isidro le prestó algunos libros de
escritores de la época, españoles, como José Zorrilla, Larra,
Espronceda o el Duque de Rivas; o extranjeros, como Lord Byron,
Walter Scott o Víctor Hugo. Y Lázaro se enteró entonces de cosas
como que Frankenstein
había sido escrito por una autora romántica: Mary Shelley.
Leyó algunos
libros, pero otros los dejó a mitad; el lenguaje que utilizaban le
resultaba difícil de comprender a veces.
En cambio, Sara se
los llevó todos a su casa y los fue leyendo, uno tras otro.
Los días seguían
pasando; Lázaro hacía el trabajo de investigación de su prima,
pero no encontraba nada que probase su propia teoría.
Hasta que un día
pasó algo.
Su madre lo sacó
de la cama a las nueve y media de la mañana.
-¡Lázaro,
despierta!
-¿Qué quieres?
-bostezó él, mirando el despertador con ojos legañosos-. ¡Aún no
son las diez!
-¡Levántate,
vístete y lávate! ¡Abajo hay alguien que quiere hablar contigo!
-Si es Sara, dile
que vuelva más tarde…
Pero la madre
volvió a sacudirle sin piedad.
-¡No, no es Sara!
Es un chico que dice que se llama Bruno, y que tiene algo importante
que decirte…
-¿Bruno? No
conozco a ningún Bruno, mamá…
Ella se irguió y
lo miró, pensativa.
-Bueno, le diré
entonces que se ha equivocado.
Y dio media vuelta
para marcharse.
Cuando se iba, la
mente de Lázaro recordó quién era ese tal Bruno.
-¡¡Borovski!!
-gritó, levantándose de un salto-. ¡Espera, mamá! ¡Dile que no
se vaya!
Bajó las escaleras
apenas cinco minutos más tarde, todavía algo despeinado. El rostro
del médium se iluminó al verle.
-¡Ca-caramba!
-dijo, a modo de saludo-. Lázaro, ¿verdad? Recibí tu carta. Me la
encontré en el buzón al llegar, y la leí en seguida, con todos los
datos, y las fotocopias de ese periódico…
-¡Bien, estupendo!
-lo cortó Lázaro-. ¿Te importa que lo hablemos en otra parte?
¡Hasta luego, mamá!
Y, agarrando a
Borovski del brazo, se lo llevó de allí a rastras.
Poco después
examinaban el material sentados en la mesa de un bar, al aire libre.
Borovski había tenido el detalle de invitar a Lázaro a desayunar, y
éste se estaba poniendo las botas.
-Esto es…
sencillamente fantástico -decía Borovski, admirado-. Dos gemelas…
un fantasma solar, y un fantasma lunar. ¡Y en la misma casa! -Su
expresión cambió de pronto, para hacerse severa-. Más te vale que
no me estés tomando el pelo…
-Que no, hombre.
-respondió Lázaro con la boca llena-. ¿Qué es un fantasma solar?
-Un fantasma solar
es el espíritu de alguien que muere en paz y armonía consigo mismo
y con lo que le rodea. Estos fantasmas no tienen motivos para volver
a la tierra, pero, si lo hacen, sólo vagan por el mundo de día.
>> En cambio
los fantasmas lunares murieron de forma trágica. Son espíritus que
tienen alguna razón para quedarse aquí: remordimientos, venganza,
una cuenta pendiente… o, simplemente, desconcierto: son también
los fantasmas de la gente asesinada o fallecida de una forma
violenta, que aún no se han hecho a la idea de que están muertos.
-Y esos rondan de
noche -adivinó Lázaro-. ¡Vaya! Entonces, si Elisa es un fantasma
sola… significa que murió en paz, no asesinada. ¡Entonces, Elvira
es inocente!
-No tan deprisa -lo
cortó Borovski-. Das por hecho que Elisa es el fantasma solar…
pero… ¿y si fuera el fantasma que vaga de noche? ¿Y si Elvira
fuera el fantasma solar?
-Eso es fácil de
resolver: si Elisa murió asesinada, y por eso es un fantasma lunar,
su hermana Elvira sería el fantasma solar… lo cual no tiene
sentido, si, efectivamente se suicidó. Un suicidio también es una
muerte violenta, ¿no?
Borovski asintió.
-Pues entonces,
está claro. Si una mató a la otra y luego se suicidó, las dos
serían fantasmas lunares, ¿entiendes?
Borovski tenía
cara de haberse perdido, pero Lázaro no se molestó en repetírselo.
Se levantó de un salto.
-¡Tengo que
decírselo a Sara!
-¡Un momento!
-Borovski lo detuvo cuando ya se marchaba-. No debes decírselo a
nadie. No te creerían -añadió con cierta tristeza.
-Ella, sí -replicó
Lázaro, aunque se volvió a sentar.
Borovski tenía
razón: diciendo que Elisa era un fantasma solar no probaría que no
había sido asesinada.
-Bueno -dijo
Lázaro-, pero, si murió por causas naturales, ¿por qué ha vuelto?
Borovski se encogió
de hombros.
-Cualquiera sabe.
Por eso los fantasmas solares son sumamente raros: no tienen motivos
para volver.
Lázaro calló,
pensativo. Luego miró a Borovski y preguntó, muy serio:
-¿Hay alguna
manera de saber la verdad? ¿Puedo comunicarme con ellas?
-No hay manera de
hablar con un fantasma solar -explicó Borovski-, porque está más
aquí que allí.
-¿Y con Elvira?
Él le miró
fijamente.
-¿Estás seguro,
chico?
-¿Por qué no iba
a estarlo?
-Bueno, porque…
los fantasmas lunares son… ya sabes…
-No. ¿Cómo son?
Yo no creo que ella sea una asesina.
-Quizá no, pero
era una suicida. Los fantasmas lunares son… no sé, algo
imprevisibles. Están desconcertados y muchas veces, furiosos y
desesperados por encontrarse tan solos y perdidos. Pueden ponerse
violentos. Si contactas con ella a través de una invocación,
entrarás en su mundo y… puede pasar cualquier cosa.
Lázaro se
estremeció, pero se las arregló para que su voz sonara firme cuando
dijo:
-¿Puedes hacer eso
tú?
-¿El qué?
-Una… invocación,
o lo que sea.
Borovski parpadeó
varias veces.
-Po-podría hacerlo
-tartamudeó-. Pero ya te he dicho que es peligroso.
-Yo quiero
intentarlo.
-¿Po-por qué?
Lázaro no contestó
enseguida. En realidad, no estaba muy seguro.
-Porque quiero
saber la verdad -dijo por fin.
-¿Y no te da
mi-miedo lo sobrenatural?
-¡No! -A Lázaro
le brillaron los ojos de excitación-. ¡Me vuelve loco lo
sobrenatural! Desde que era muy pequeño siempre quise que pasara
algo extraordinario en mi vida, ¿entiendes? Buscaba OVNIs en el
cielo, gnomos en los jardines y fantasmas en las casas viejas. No me
importaba lo que dijera la gente: yo sabía que existían todas esas
cosas. Y ahora, gracias a Elisa y Elvira, sé que es verdad, que
tenía razón, ¿entiendes? Estoy en deuda con ellas. Quiero
ayudarlas, quiero saber lo que pasó.
Borovski parecía
conmovido. Tenía los ojos húmedos y tuvo que sonarse la nariz un
par de veces.
-Yo, de crío, era
como tú -confesó-, pero la gente se reía de mí. “El Alucinado”,
me llamaban.
-Bueno, yo no voy a
reírme -le aseguró Lázaro, muy serio.
-Ahora ya lo sé.
Siento haberte echado de mi casa el otro día.
-No importa. ¿Harás
la invocación?
-Bueno…, vale,
sí.
-¿Cuándo?
-No lo sé.
-Borovski le miró, dudoso-. ¿Cuándo es la próxima luna llena?
-¡Yo que sé! ¡Tú
deberías saberlo, eres un médium!
-Mmmm…, sí, sí,
claro. Pero ahora -añadió, levantándose-. ¿podemos ir a ver la
casa? Necesito estudiar el terreno.
Un rato después
estaban en la calle de las Acacias, frente a la verja de la casa de
los Valbuena.
-¿Cómo piensas
entrar? -preguntó Borovski, asomando la nariz entre los barrotes.
-Hay un medio. Se
trata de…
-Por favor, ¿me
dejáis pasar? -dijo a sus espaldas una voz femenina.
Lázaro y Borovski
se sobresaltaron, y se giraron rápidamente. Lázaro se quedó sin
habla: tras él había una chica morena, alta y delgada, de facciones
suaves, pero firmes, grandes ojos oscuros y nariz recta y
aristocrática, como las de las estatuas griegas.
-¡Elisa! -pudo
exclamar por fin, blanco como la cera.
La chica ladeó la
cabeza y lo miró, pensativa.
-Me parece que te
has equivocado. Me llamo Marina. Y, ahora, ¿me dejas pasar, por
favor?
Lázaro se apartó
inmediatamente y observó a la chica mientras introducía una llave
en la cerradura de la puerta principal de la casa. Llevaba vaqueros y
una ligera camisa de algodón, sin mangas, y se recogía el pelo en
una coleta detrás de la cabeza. Estaba demasiado viva para ser un
fantasma, decidió Lázaro.
-¿Marina Valbuena?
-preguntó.
-Sí -respondió
ella sin mirarle.
-¿Pariente de
Amelia Valbuena?
-Sí, es mi tía.
¿La conoces?
La puerta se abrió.
Marina miró a Lázaro y a Borovski con curiosidad, y el chico se dio
cuenta entonces de que no era idéntica a los fantasmas. Sólo se le
parecía, tenía un algo, un cierto aire de familia. Además, era
mayor. Tendría veintidós o veintitrés años.
Lázaro le explicó
que había hablado con su tía para hacer un reportaje sobre la casa.
-¡Ah, sí! Me
contó algo de eso -dijo Marina; alzó la mirada hacia la casa, y
añadió-: de vez en cuando vengo a limpiar y a cuidar de las
plantas. Me lleva varios días, así que suelo aprovechar los fines
de semana.
Lázaro la miró
boquiabierto.
-¿Te quedas a
dormir aquí, en la casa?
-Sí. ¿Qué tiene
de malo? La tenemos bien cuidada.
Borovski se
adelantó.
-Señorita,
permítame decirle que es peligroso pasar la noche en la casa -dijo,
muy serio-. Al menos, mientras no averigüemos la naturaleza de los
fantasmas que habitan en ella.
-¿Fantasmas?
-repitió Marina, boquiabierta.
-Pero no se
preocupe -añadió Borovski enseguida-, porque, en cuanto realicemos
la invocación, descubriremos seguramente qué lleva a esos espíritus
a rondar por aquí.
-¿Invocación?
-¡Oh, es algo muy
sencillo, no se apure! -Borovski seguía hablando alegremente, sin
darse cuenta de que estaba metiendo la pata-. Levantaremos barreras
de protección contra lo sobrenatural, por si acaso… y son muy
seguras, créame…
La mirada de Marina
iba de Lázaro a Borovski, y de Borovski a Lázaro, que le daba
codazos a su amigo para que cerrase la boca.
Finalmente, la
joven Valbuena estalló:
-Pero, ¿qué os
habéis creído?
Borovski calló y
la miró, muy confundido.
-Pe-pero…
-¡Conque
fantasmas…! ¿Habráse visto? ¡Es que ya no saben qué inventar
para echarnos de la casa! ¡Largo de aquí!
-Pe-pero nosotros…
-¡Fuera, he dicho!
Lázaro y Borovski
salieron de la propiedad con el rabo entre las piernas.
-Mira, Lázaro…
-dijo Borovski, después de un buen rato en silencio.
-¿Qué?
-Pues que puede que
te hayas equivocado, y no haya fantasmas en esa casa.
-¿Ah, no?
-Puede que la
hubieras visto a ella.
-¡Ni hablar! Sé
muy bien lo que vi. ¿Es que vas a echarte atrás ahora? Venga, no
disimules: sé que quieres impresionarla: se te notaba en la cara,
los ojos te hacían chiribitas…
Borovski se puso
colorado, e hizo como que no había oído el último comentario de
Lázaro.
-Bu-bueno, verás…
-¿Qué?
-Es que he hecho
cálculos.
-¿Y qué?
-Que mañana es
luna llena. Y, si esa chica está en la casa, no va a dejarnos entrar
para hacer una invocación a medianoche, ¿sabes?
X
-Estás loco,
Lázaro…
-¡Oye! ¡Yo no te
pedí que vinieras!
-¿Cómo iba a
dejarte solo? ¡Alguien tiene que encargarse de vigilar que no hagas
ninguna tontería!
-¡Ay! ¡Me estáis
pisando!
-Lo siento, Bruno,
ha sido sin querer.
-¡Eh, eh, sin
empujar!
-¡¡Sssshhhh!!
¡Habla más bajo!
-¡Eh! ¿Qué es
ese ruido?
Los tres intrusos
se pararon en seco, sin atreverse a respirar. Al cabo de un rato sonó
la voz de Bruno Borovski:
-¿Sabéis? Debe de
haber sido un gato. Podríamos salir ya de este matorral, ¿no? Hay
una rama que me hace cosquillas en la nariz… ¡At…chís!
-estornudó.
-Vale. Seguidme
-dijo Sara.
En un segundo
estaban en el interior del jardín trasero de la casa de la calle de
las Acacias.
-¡Vaya! -comentó
Borovski, mirando a su alrededor-. ¡Un auténtico jardín romántico
del XIX! ¡Y qué bien conservado!
-Date prisa -urgió
Lázaro-. Es casi medianoche.
Borovski alzó la
mirada hacia el cielo. Una enorme luna llena brillaba sobre el
jardín. El médium se estremeció, no sabía si de miedo, de alegría
o de emoción.
-Hay magia en el
ambiente -murmuró para sí mismo.
Tuvo que volver a
poner los pies en la Tierra casi enseguida, porque Sara le tiraba
insistentemente de la manga:
-¡Eh, señor
Borovski!
-¡Déjale, Sara!
Se está concentrando.
-¡Pues yo diría
que está en la parra! ¡Bruno! ¡Oye, Bruno!
-Está bien,
adelante -suspiró Borovski, y echó a andar, muy decidido.
Enseguida se perdió
por los oscuros senderos del jardín.
Lázaro y Sara
fueron tras él, y lo alcanzaron junto al estanque. Se había quedado
quieto, semioculto tras un enorme tilo, y tenía los ojos fijos en
una forma blanquecina que se paseaba entre los árboles.
-¡Es ella! -musitó
Sara, reprimiendo el impulso de echar a correr.
-¡Elvira! -susurró
Lázaro.
Borovski la
contemplaba fascinado.
-Sin duda es un
espíritu… Pero, ¿cómo es posible? ¡Se pasea tan tranquila, y
cualquiera puede verla!
-Cualquiera, no
-rectificó Lázaro a media voz, y dirigió a su amigo una mirada
significativa.
Borovski lo captó
enseguida: se refería a Marina Valbuena, que frecuentaba la casa
pero, por lo visto, no había visto nunca ningún fantasma.
No le habían
contado a Sara su conversación con Marina, así que Borovski también
se cuidó de no mencionar su nombre: si Sara hubiera sabido que
Marina les había prohibido volver por la casa, no les habría dejado
acercarse.
-Verás… -trató
de explicarles-. ¿Habéis oído hablar de la expresión “Ver para
creer”, o “Si no lo veo, no lo creo”?
-Claro.
-Bien, pues es
justamente al revés: si no crees en fantasmas, tienes más bien
pocas posibilidades de ver uno. Y lo mismo pasa con la mayoría de
las cosas espirituales y sobrenaturales: los ángeles, las hadas, los
duendes, los gnomos, los espíritus elementales…
Sara lo miraba,
incrédula.
-Venga ya. ¿No
intentarás decirme que esas cosas existen?
-Yo no intento
decir nada. Para ti, desde luego no; como no crees en ellas, nunca
verás nada parecido. La fe en lo invisible te hace desarrollar una
especie de sexto sentido… que todos los niños tienen, y que
pierden al hacerse mayores, cuando los adultos les convencen de que
todas las cosas mágicas que vieron en su infancia eran fruto de su
imaginación. Así que no es raro que haya gente que venga por aquí
y no haya visto fantasmas: no los buscaba. Las criaturas espirituales
son muy quisquillosas: ¿para qué van a molestarse en aparecer ante
alguien que, cuando las vea, va a pensar que está soñando? -Vamos a
darnos prisa, ¿vale? -cortó Lázaro, aunque le gustaba aquella
conversación-. Se nos va a pasar la hora.
Borovski miró el
reloj y se puso rápidamente en acción. Eligió un lugar despejado
junto al estanque y lo barrió de arena, hierbas y hojas. Después,
dibujó con tiza un círculo en el suelo, a su alrederor, que rodeaba
también a Lázaro y Sara, mientras recitaba:
-Ӄste es el
Gran Círculo de Protección alrededor de nosotros; es invencible y
repele todo elemento discordante que intente entrar a molestarnos”.
Sacó algo más de
su bolsa, y se puso a restregar con ello el círculo de tiza. Un
penetrante olor a ajo invadió el ambiente.
-¡Puaf! -dijo
Sara, tapándose las narices-. ¿Es necesario eso?
-Absolutamente
-replicó Borovski.
Sacó de nuevo la
tiza y pintó un símbolo en el suelo.
-¡Es un pentáculo
mágico! -exclamó Lázaro al reconocerlo-. ¡Una estrella de cinco
puntas!
-Exacto. Pero
también es un círculo de protección: no salgáis de él por nada
del mundo.
Borovski se detuvo
un momento para contemplar su obra y asegurarse de que todas las
puntas del pentáculo tocaban el círculo.
Después procedió
a repasar el círculo con agua bendita, y siguió recitando,
solemnemente, las palabras del ritual:
-”Yo soy la
perfección de mi mundo, y ésta está autosostenida en el Círculo
dorado”.
Sacó cinco velas
blancas de su bolsa. Mientras las encendía y colocaba en las puntas
del pentáculo, concluyó diciendo:
-”Gran Círculo
Mágico; envuélveme, ayudando a evolucionar”.
El resplandor de
las velas bañaba los rostros de los tres amigos con una luz débil,
temblorosa, irreal.
-Y ahora, ¿qué?
-preguntó Sara en un susurro.
A lo lejos sonaron
doce campanadas, procedentes de la iglesia parroquial de Santa
Mónica.
-Las doce -musitó
Lázaro.
Entonces, Borovski
se sentó en el centro del pentáculo, a lo indio, abrió las manos y
cerró los ojos.
-”Invoco la fueza
y la guía de la Luz Blanca” -recitó solemnemente, y su voz no
tembló, sino que se alzó, segura, serena y potente, hacia el cielo
nocturno-, “para que me ilumine y proteja. Invoco la fuerza y la
guía de la Luz Blanca para que me deje ver más allá”. Criatura
del Otro Lado, yo te llamo desde el mundo de los vivos para que
compartas tus conocimientos con nosotros. Acude a mi llamada y cruza
el umbral a través de mí.
Un viento frío
recorrió el jardín, sacudió las ramas de los árboles más bajos e
hizo que a Sara y Lázaro les corriera un escalofrío por la espalda.
-Criatura del Otro
Lado-prosiguió Borovski-, vuelve, regresa al mundo de los vivos para
comunicarte con nosotros. Háblanos, espíritu sin cuerpo. Habla con
los vivos.
El viento se hizo
más fuerte y más frío, y Sara y Lázaro se acurrucaron el uno
junto al otro, temblando. Las velas parecían estar a punto de
apagarse.
-¡¡Cruza el
umbral a través de mí!! -aulló Borovski.
De pronto, el
viento cesó y todo quedó en calma y en silencio. Los chicos miraron
a su alrededor, temerosos. Nada.
-Creo que no ha
dado resultado, Bruno… -empezó Lázaro, pero se calló al ver que
Borovski no se había movido. Seguía con los ojos cerrados, estaba
rígido y frío, y pálido como un muerto.
-¡Borovski!
-susurró Sara; iba a cogerle del brazo, pero Lázaro la detuvo:
-¡Quieta! Está en
trance.
-¿Eso qué quiere
decir?
-Pues… no lo
tengo muy claro. Es lo que le pasa a un médium cuando se pone en
contacto con el Más Allá. Y nunca, nunca se debe tocar a un médium
en trance.
-Pero aquí no hay
Más allá -empezó Sara, algo molesta-. Sólo estamos nosotros tres
encerrados en este ridículo dibujo de tiza…
Súbitamente un
rostro pálido y etéreo surgió en la oscuridad, ante ellos. Un
rostro femenino, hermoso, pero infinitamente triste y atormentado.
Sara chilló y se
aferró con fuerza al brazo de su primo.
El rostro fantasmal
los miró y trató de acercarse a ellos, pero una barrera invisible
se lo impidió. Entonces la aparición se desplazó, flotando,
alrededor del círculo, buscando un lugar para entrar.
-Ay… -dijo Sara,
temblando como un flan-. Ay, ay, ay…
-Sara -musitó
Lázaro.
-¿Qué?
-Que me estás
clavando las uñas…
Sara soltó el
brazo de su primo, sin perder de vista al fantasma de Elvira
Valbuena.
Ella seguía dando
vueltas, flotando, en torno a ellos. Era algo parecido a un banco de
niebla densa, su imagen cambiaba a cada movimiento, pero sus grandes
ojos oscuros, marcados por profundas ojeras, seguían mirándolos en
silencio desde un blanco rostro fantasmal.
Sara y Lázaro
temblaban dentro del círculo, no sabían si de miedo o de frío. La
aparición trató de entrar varias veces, pero siempre se topaba con
una especie de muro invisible que se lo impedía.
-¡No puedo
creerlo! -jadeó Sara-. ¡Funciona!
El fantasma los
miraba, y su expresión parecía suplicante. Lázaro la compadecía
de todo corazón. Su intuición le decía a gritos que aquella
criatura no quería hacerles daño; pero estaba demasiado asustado
como para atreverse a salir del interior del pentáculo protector.
Entonces, la
aparición movió los labios, como si quisiera decirles algo.
-A…a… -susurró
una voz ronca justo junto a ellos.
Lázaro y Sara
dieron un salto del susto.
-A… ay…
-repitió la voz.
-¡Mira! -dijo
Sara, agarrando de nuevo con fuerza el brazo de Lázaro.
El chico miró.
Los labios de Bruno
Borovski se movían a la vez que los del fantasma de Elvira Valbuena.
-Ay…ay… -dijo
Borovski.
-¿Qué? -susurró
Lázaro.
-Ayu… ayu…
ayuda…
Lázaro y Sara se
quedaron de piedra.
El fantasma flotó
de nuevo alrededor del círculo. Sus labios se movieron otra vez.
-Ayuda… -dijo
Borovski-. Yo…
-¿Qué? -repitió
Lázaro, cada vez más nervioso-. ¿Qué pasó, Elvira?
-Yo… -susurró
Borovski-. A… as… ase… asesina…
Sara ahogó un
grito.
-…da -concluyó
Borovski.
Ahora fue Lázaro
el que gritó.
-¿¡Has oído!?
¡¡Asesinada!!
-¡¡Asesina…da!!
-gritó Borovski, y el fantasma de Elvira aulló de rabia y dolor. Su
aura pareció cubrirlo todo y empezó a girar y a girar en torno al
círculo, formando un tornado blanco y gris en torno a ellos. Lázaro
y Sara gritaron de miedo, se abrazaron y cerraron los ojos…
Y, de pronto, el
viento cesó, y todo quedó en calma.
Se oyó la voz,
débil y vacilante, de Bruno Borovski:
-¿Q-qué ha
p-pasado?
Lázaro se puso en
pie de un salto y miró a su alrededor, ansioso.
Distinguió la
forma blanquecina del fantasma huyendo por el jardín… hacia la
casa.
-¡Espera, no te
vayas! -gritó, y, sin preocuparse por nada más, abandonó el
círculo protector y salió corriendo tras ella.
-¡Espera, Lázaro!
-gritó Borovski-. ¡Recuerda: es un fantasma lunar, es imprevisible
y potencialmente peligroso!
-¡Lázaro, no!
-chilló Sara.
Él no los escuchó.
XI
Lázaro corría por
el jardín en pos de la doncella de blanco. Lo había hecho muchas
veces antes, pero en aquella ocasión había un riesgo: el fantasma
había cruzado el umbral. Ahora podía hacerle daño a Lázaro, si
quería. Y, aunque él sabía, en el fondo de su corazón, que Elvira
nunca había hecho daño a nadie, Borovski tenía razón: un fantasma
atormentado era imprevisible.
De pronto, el
fantasma desapareció. Lázaro se quedó parado en el jardín,
desconcertado.
Frente a él estaba
la casa, y Elvira había entrado en ella, atravesando la pared.
Lázaro no pensaba
quedarse ahí parado. Avanzó un poco y examinó la fachada en busca
de un lugar por donde entrar.
Pronto lo vio: una
ventana baja, semiabierta. Lázaro no lo pensó. Trató de trepar por
la pared hacia la ventana, apoyando los pies sobre una jardinera y
agarrándose al alféizar con las puntas de los dedos.
-¡Lázaro!
-susurró tras él la voz de Sara-. ¿Qué haces?
Lázaro se volvió.
Sara y Borovski le habían seguido. Los dos estaban pálidos y
parecían asustados.
-¿Po-Por qué has
abandonado el círculo? -casi gritó Borovski.
-¡Ssssshhhh!
Elvira ha entrado en la casa.
Lázaro se impulsó
con ambas manos y saltó desde la jardinera hasta lograr encaramarse
al alféizar de la ventana. En menos de un minuto se había colado
dentro.
-¡Espera! -susurró
Sara-. ¡Lázaro, espéranos!
-Está loco…
¡está loco! -dijo Borovski, con los ojos desorbitados por el
terror.
-¿Por qué?
-preguntó Sara-. ¿Tan peligroso puede ser el fantasma de una chica
asesinada?
-Po-podría
s-serlo, pero eso no es lo p-peor. -A Borovski le castañeteaban los
dientes.
-¿Qué es lo peor?
-P-pues que si
f-fue asesinada, el esp-espectro de su asesino po-podría seguir
rondando por aquí…
-Oh, no -susurró
Sara-. ¡Oh, no!
Mientras tanto
Lázaro, ajeno al peligro, recorría la planta baja de la casa, en
silencio, buscando al fantasma de Elvira Valbuena. Se asomó al
salón, y también a la biblioteca. Los muebles estaban cubiertos con
sábanas para preservarlos del polvo y la humedad, y aquello le daba
un cierto aire tétrico a las habitaciones. Lázaro se estremeció, y
siguió adelante.
Llegó a la
escalera… y la vio. Elvira Valbuena subía hacia el piso superior,
envuelta en una blanca aura sobrenatural.
Lázaro la siguió.
Mientras subía las escaleras en pos de la aparición recordó que,
según los planos de Valeriano Valbuena, en la parte de arriba de la
casa estaban los dormitorios… así que se esforzó en no hacer el
menor ruido; probablemente en aquellos momentos Marina Valbuena
dormía en alguna de las habitaciones.
Lázaro siguió a
Elvira hasta un cuarto pequeño en un extremo del pasillo. A
diferencia de las otras habitaciones, ésta estaba completamente
vacía de mobiliario. Una enorme ventana se abría a un lado, dejando
pasar la luz de la luna llena. Lázaro pudo distinguir al otro lado
del cristal las sombras de los árboles del jardín inglés.
Elvira se había
detenido en una esquina. Se quedó allí un momento, levitando, y
miró a Lázaro con una expresión inescrutable en su etéreo rostro.
Después,
desapareció.
-¡No! -dijo
Lázaro, y corrió hacia allí.
Nada.
Sacó la linterna
de la mochila e inspeccionó el rincón.
-Lázaro -dijo a
sus espaldas la voz de Sara.
Lázaro dio un
respingo.
-¡Habla más bajo!
-¿Por qué? No hay
nadie aquí.
Lázaro la
interrumpió con un gesto.
-Elvira quería
enseñarnos algo -dijo-. La he seguido hasta aquí, pero…
-Mmmm… -dijo
Borovski-. Dejadme ver.
Lázaro le tendió
la linterna, pero él se dirigió a la esquina sin cogerla. Se agachó
y pasó las manos por el suelo, por las paredes…
-Oye, Bruno…
-empezó Lázaro, pero Borovski le interrumpió, muy nervioso:
-Capto una
emanación ectoplásmica muy intensa…
-¿Y eso qué
quiere decir? -preguntó Sara.
-Que ahí, detrás
de la pared, hay algo, un objeto, un tesoro que perteneció al
fantasma… y que lo mantiene atado al mundo de los vivos.
-¿Detrás de la
pared? ¡Esta sí que es buena!
Pero Lázaro,
apartando a Borovski, se acercó al lugar que señalaba éste, y
empezó a arrancar el papel estampado que decoraba la pared.
-¡Para! -exclamó
Sara, pasmada-. ¿Qué haces?
Lázaro no le hizo
caso. Enfocó el haz de la linterna directamente hacia allí, pero
sólo vio la cal de una blanca pared.
-¿Qué esperabas
encontrar? -resopló Sara.
-Esto -replicó
Lázaro, golpeando la pared con los nudillos-. ¿Oyes? Suena a hueco.
Palpó la pared con
los dedos hasta encontrar un pequeño saliente. Sacó entonces su
cortaplumas del bolsillo y comenzó a rascar la pared.
Al cabo de un rato
de paciente trabajo, había sacado a la luz una pequeña puerta con
su cerradura. Siguió trabajando con su cortaplumas y, momentos
después, la cerradura saltó, y la puerta se abrió con un chirrido.
Sara no salía de
su asombro.
-¿Cómo has hecho
eso?
-Bueno, no era muy
difícil. La cerradura estaba tan estropeada que no me ha costado
nada cargármela. Seguramente la llave se perdió hace mucho, mucho
tiempo… me atrevería a decir que se perdió con Elvira en el
estanque.
-¿Qué hay dentro?
-quiso saber Borovski.
Lázaro enfocó la
luz de la linterna hacia el interior del compartimento. No sería más
grande que una caja de zapatos, y dentro había un libro, no muy
grande, pero sí muy antiguo.
-Esto -susurró
Lázaro.
Lo sacó y lo abrió
para examinarlo a la luz de la linterna.. Sara, que espiaba por
encima de su hombro, respiró hondo, sorprendida.
-Vaya -dijo-. ¡Es
su diario!
Lázaro forzó la
vista para leer las páginas amarillentas donde Elvira había
plasmado sus últimos pensamientos. Se detuvo en una hoja emborronada
por lo que parecían lágrimas.
-”Once de julio
de 1836” -leyó.
-¡La boda de
Elisa! -dijo Sara-. ¡Léelo!
Lázaro leyó:
-”Hoy
se casa mi hermana, y yo… ya nada tiene sentido para mí, ni el
mundo, ni la vida, ni el amor…”
Aquí hay una mancha, no se entiende nada. Sigo más abajo: “…la
muerte, porque algo morirá dentro de mí en este funesto día. ¡Ay
de mí! ¿En qué me equivoqué? “
. Otra mancha… “…amor
eterno. ¿Por qué me abandonó? ¿Por qué? ¿Por qué?”.
Lázaro intentó
seguir leyendo, pero se rindió al cabo de un rato; la escritura,
emborronada por el tiempo y las lágrimas, era ilegible.
Hubo un largo
silencio.
-Salgamos de aquí
-dijo Sara entonces-. Podemos seguir leyendo mañana.
Pero Lázaro seguía
pasando páginas del diario.
-Todo son
anotaciones muy cortas.
-Busca el día de
la muerte de Elisa -indicó Borovski, consultando sus notas a la luz
de la linterna-. El veintitrés de noviembre de 1837.
Lázaro lo hizo.
-No hay nada -dijo,
tras su examen-. Hay un salto desde el dieciocho de noviembre hasta
el uno de diciembre. Os leo este último:
“Nunca
en mi vida me había sentido tan sola y tan desgraciada. Parece que
sobre mí pesa alguna suerte de terrible maldición que aleja de mi
lado a todos los que amo.
Mi hermana Elisa
ha muerto, víctima de una enfermedad. Dice el doctor que era un
enfriamiento, parecido al que se llevó la vida de mamá, allá en
Londres. Al fin y al cabo, Elisa siempre tuvo la salud muy frágil,
igual que ella. La echo de menos, y lloro su muerte todos los días.
Nadie la quería más que yo, ni siquiera papá.. ¡Oh, fatalidad!
¿Cómo pueden creer, siquiera por un instante, que yo acabé con su
vida? ¿Cómo pueden? ¡Ay de mí! ¿Por qué estaría yo allí, hace
dos meses, el día en que Elisa se cayó por las escaleras? ¡Triste
sino! Se figuran que me protegen diciendo que estoy desequilibrada.
¡Por eso me tienen aquí encerrada! ¿Estoy loca? ¿Por qué?
¿Porque lloro? ¡Lloro, oh sí! ¿Y qué? Mi hermana ha muerto. Mi
hermana… ¡Oh, Elisa, Elisa, querida y añorada Elisa! ¡También
tú creías que yo te empujé, pero dijiste que habías tropezado…
! ¡Para protegerme! ¿Tendré valor para confesar la verdad por ti,
querida hermana? ¿Tendré valor?”
-¡Sigue!
-No dice más.
-”Hace dos
meses…” ¡Busca los primeros días de octubre, “el día que
Elisa se cayó por las escaleras”!
-¡Lo tengo! -dijo
Lázaro al cabo de un rato-. Escuchad:
“Acaba de
pasar algo terrible: Elisa se ha caído por las escaleras y tiene una
fea herida en la cabeza. Ha pasado inconsciente todo el día, pero el
doctor dice que se recuperará. Desgraciadamente, yo estaba allí, en
lo alto de la escalera, y ella me vio, y también el ama… ¡Oh,
Dios! ¿Qué debo hacer? ¡Yo sé la verdad, pero nadie me creería
si la contara! Dirían que miento por despecho y que…”
Lázaro calló.
-¿Qué?
-preguntaron a la vez Sara y Borovski.
-No lo sé. Falta
una hoja.
-¡Qué raro!
¿Quién la arrancaría?
Lázaro pasó las
hojas.
-Voy a leer la
siguiente anotación, ¿vale?
“Parece
que Elisa ya está mejor. ¡Qué alegría! Todos en casa prefieren
olvidar este accidente cuanto antes, pero, en el fondo, sé que creen
que yo lo provoqué.
Le he escrito a
mi prima Sofía contándoselo todo, y que he decidido no revelarlo a
nadie más. No se trata sólo de mi; es por Elisa, por papá…Total,
¿qué importa? Ya pensaban que yo no estaba en mi sano juicio. ¿Qué
más da que sigan sin creer en mí?”
Sara se estremeció.
-Es terrible
-comentó.
Lázaro pasó las
páginas del diario con cuidado. Una delgada hoja de papel doblada
cayó de entre ellas. El chico la cogió, la desdobló y le echó un
vistazo.
-Es una carta
-dijo-. De una tal Sofía Manrique Valbuena.
-Su prima -dijo
Sara-. ¿Creéis que es la contestación a la carta que le escribió
Elvira?
-No lo creo. La
carta de Elvira debía de ser de octubre, y ésta ya es de finales de
enero.
-Elisa había
fallecido dos meses antes, y Elvira lo haría apenas dos semanas
después -dijo Borovski gravemente-. Léela, Lázaro.
Lázaro leyó.
“Querida
Elvira:
Mi madre aún
nos prohibe hablar contigo y mandarte cartas, y por eso sigo
escribiéndote a sus espaldas; por favor, sigue poniendo un remite
falso en las tuyas, o no me llegarán. ¡Cómo lo siento! Tú sabes
que esta situación me gusta tan poco como a ti: sé que no estás
loca, sé que no empujaste a Elisa escaleras abajo y sé que no
tuviste nada que ver con su muerte. Yo te creo, mi querida prima. Te
conozco, y sé que tú no eres así.
Sin embargo, y a
pesar de tus explicaciones, me cuesta trabajo entender tu actitud.
Por eso sigo insistiéndote: ¡habla, por Dios, di lo que sabes,
antes de que sea tarde!
Si te resulta
más sencillo callar, amiga mía, por favor, considera mi oferta:
huye de esa casa, ven a la ciudad. He hablado con esa mujer que
alquila pequeños estudios, y tiene uno libre: podrías quedarte
aquí, cerca de mí, y nadie lo sabría. Por lo menos, estarías a
salvo.
Te lo ruego,
Elvira, escapa, huye de allí. Te queda poco tiempo.
Tu prima,
Sofía “
Lázaro volvió a
guardar la carta.
-Hablar… -dijo
Sara, pensativa-. ¿Qué tenía que confesar Elvira? ¿Qué se nos
escapa?
-Voy a leer la
última anotación -anunció Lázaro-. Es del siete de febrero de
1837.
-El día que Elvira
murió -añadió Borovski lúgubremente.
Lázaro se centró
en las páginas del diario:
“Se prepara
una tormenta. El cielo está cubierto por un plomizo manto gris. Hay
relámpagos, y truenos, y el viento aúlla.
Así se siente
mi alma.
Llevo tres meses
encerrada en casa, y ya no lo soporto más. Dicen que estoy
perturbada y van a internarme en un sanatorio. Sofía tiene razón:
no puedo quedarme aquí ni un minuto más.
Pero hablar…
¡Dios mío, hablar…! No quiero creer a Sofía cuando me recuerda
que Elisa nació unos minutos antes… No quiero creerla cuando dice
que, si Elisa no hubiese muerto de aquel enfriamiento, habrían
encontrado el modo de matarla… ¡No quiero creerla! ¡No quiero
creer que alguien quiera matarme a mí!
¿Qué quiero
creer? Quiero creer que fue simplemente un arrebato de furia, no un
intento premeditado de homicidio… Quiero creer que fue un error.
Que Elisa no debía caer por esas escaleras.
Quiero creer…
pero Sofía tiene razón. Ya no me es posible seguir creyendo.
En cuanto acabe
de escribir estas líneas, guardaré este cuaderno en mi escondite
detrás de la cómoda y me escaparé… bajaré por la ventana, por
el emparrado, como esta mañana, recogeré las cuatro cosas que he
dejado escondidas junto al estanque y me marcharé de casa, ahora que
va a llover y no habrá nadie en el jardín que pueda verme.
Cuánto me
gustaría despedirme de papá… pero no puedo hacerlo. Escaparé de
aquí, iré a la ciudad, con Sofía, y, a pesar de todo, me llevaré
mi secreto conmigo… y que sea lo que Dios quiera”.
La
voz de Lázaro se extinguió.
-No hay nada más
-dijo, tras un breve silencio.
-Elvira nunca llegó
a salir de la finca -murmuró Sara-. Alguien la siguió, y la
sorprendió junto al estanque, y la ahogó allí… supongo que haría
desaparecer su equipaje, para que todos creyesen que había sido un
suicidio.
-Pero, ¿quién, y
por qué?
-La misma persona
que empujó a Elisa escaleras abajo, que tenía miedo de que Elvira
contase lo que había visto…
Lázaro se levantó
y se asomó a la ventana para ver el emparrado por donde había
bajado Elvira para escapar de su cuarto, hacía más de siglo y
medio.
-El emparrado ya no
está -dijo, volviendo a cerrar la ventana-. Han cambiado muchas
cosas desde entonces, pero creo que aún podría alguien escapar por
aquí: abajo hay un matorral enorme que haría de colchón si saltase
desde aquí.
Borovski no lo
estaba escuchando. Parecía preocupado por algo.
-¿Habéis pensado
en que hay otra posibilidad?
-¿A qué te
refieres?
-Puede que Elvira
estuviese loca de verdad, y escribiese todos esos desvaríos para
tratar de acallar su conciencia, para buscar una excusa… Puede que
sí se suicidara y que nos haya mentido. De todos los fantasmas
lunares, los asesinos y los locos son los peores…
-¡No lo creo!
-saltó Lázaro-. Su prima creía en su inocencia.
-Entonces, si
Elvira fue asesinada, ¿dónde está el espectro de su asesino?
Lázaro iba a
replicar, pero no encontró las palabras. De pronto, Borovski se dio
la vuelta, y los chicos con él.
Tras ellos había
una joven pálida, vestida de blanco, y parecía muy furiosa.
-¡Elvira! -exclamó
Lázaro.
XII
-¡Deja de llamarme
así! -dijo la supuesta aparición, que no era otra que una
malhumorada Marina Valbuena-. ¿Se puede saber qué hacéis vosotros
aquí? ¡Voy a llamar a la policía!
Iba en camisón, y
llevaba una linterna en una mano y una sartén en la otra; parecía
contundente.
-¿Quién eres tú?
-preguntó Sara, pasmada.
-¡Soy Marina
Valbuena, y esta es mi casa! ¿Se puede saber qué…?
-¡Buscamos pistas
sobre tus antepasados! -cortó Lázaro, levantando el diario en alto
para que Marina lo viera-. ¡Y hemos encontrado cosas muy
interesantes!
Marina se apresuró
a quitarle el diario, mirándole con desconfianza. Pero los tres
intrusos tenían un aire tan desconcertado y confuso que la joven
sospechó que no le sería necesario emplear la sartén.
Abrió el diario,
al azar, y enfocó su linterna hacia las páginas centenarias.
-Parecen lamentos
de una adolescente despechada… bastante melodramática, por cierto.
-Adolescente
despechada -repitió Sara para sí, pensativa-. ¿Qué se me escapa?
¿Qué se me escapa?
-Alguien la mató
-explicó Lázaro--; la ahogaron en el estanque e hicieron que
pareciese un suicidio, y ahora su espíritu ronda por la casa,
clamando venganza.
-Venga ya.
¿Realmente esperas que me crea eso?
Sara seguía
murmurando, mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad.
-¿Por qué no
habló? ¿Por qué dejó que la acusaran de intentar asesinar a su
propia hermana? ¿Quién empujaría a Elisa escaleras abajo, y por
qué?
-Basta ya de bromas
-cortó Marina, molesta, pero nerviosa, cerrando el diario-. Si no os
marcháis de aquí inmediatamente, llamaré a la policía.
-Alguien…
alguien… -decía Sara obsesivamente-. ¡Claro, claro, pues claro!
¡Ese alguien era…!
-¡¡Cuidado!!
-aulló Borovski.
Un aura brillante y
multicolor se había materializado en el centro de la habitación. Un
viento huracanado se levantó de súbito y recorrió el cuarto,
revolviéndolo todo con un rugido aterrador.
Marina gritó. Los
tres intrusos se limitaban a observar aterrorizados aquella presencia
sobrenatural, sin atreverse a hacer el más mínimo movimiento.
-¿Qué… es…
eso? .-jadeó Sara.
-¡El asesino de
Elvira! -exclamó Lázaro.
Borovski reaccionó.
Sacó una tiza del bolsillo y empezó a trazar signos en el suelo
frenéticamente.
Marina gimió de
nuevo y trató de moverse hacia la puerta, pero la presencia
fantasmal se interpuso en su camino. Daba la sensación de que la
miraba.
-La quiere a ella
-susurró Borovski, olvidándose por un momento de escribir en el
suelo.
El espectro había
tomado forma: una niebla de color gris con aspecto de hombre, con un
rostro joven, pero lleno de odio, que miraba fijamente a Marina
Valbuena.
-No… -dijo ella,
y se volvió lentamente hacia la ventana, para tratar de abrirla.
Todo sucedió muy
deprisa.
El espectro aulló.
Marina gritó. Borovski dejó caer la tiza. Sara chilló, y se tapó
la cara con las manos. El espectro aulló de nuevo. Lázaro se lanzó
hacia Marina, para tratar de protegerla. Un viento huracanado salió
de no se sabía dónde, y abrió la ventana de golpe. El espectro del
asesino se lanzó hacia la heredera Valbuena. Lázaro tiró de ella
hacia atrás…
… y ambos se
precipitaron por la ventana…
Cayeron en blando
sobre el enorme arbusto que había visto Lázaro momentos antes, al
asomarse a la ventana.
Marina se
incorporó, algo aturdida.
-¿¡Estás loco,
tú!? -chilló, temblando de furia; el golpe no le había hecho
perder su mal genio.
-¡Oye! -se
defendió Lázaro-. ¡Te acabo de salvar la vida!
Pero se calló de
pronto y miró hacia arriba.
-¿Qué? -preguntó
Marina, sin atreverse a mirar.
-¡Corre! -gritó
Lázaro.
Agarró a la joven
de la mano, tiró de ella y echó a correr desesperadamente…
Marina sintió en
su nuca un aliento helado y húmedo, y chilló de puro terror. Lázaro
la guiaba a través del jardín inglés, y parecía saber muy bien
hacia dónde se dirigían.
-¡¡No!! -gritó
Marina al ver el estanque-. ¡Allí es donde esa chica murió
ahogada!
Lázaro no
respondió. Veía a lo lejos un leve resplandor en la oscuridad, y
corría hacia él como alma que lleva el diablo.
Entre los árboles
todavía brillaban las cinco velas del pentáculo protector.
-¡Entra ahí!
-ordenó el chico.
Los dos saltaron al
interior del pentáculo justo cuando el espectro asesino se lanzaba
sobre ellos. Lázaro vio cómo su fantasmal perseguidor se detenía
justo frente a ellos, y respiró, aliviado. El espectro dio un par de
vueltas en torno al círculo.
-Aquí estamos a
salvo -dijo Lázaro.
No había terminado
de hablar cuando el fantasma, con un bramido, atravesó limpiamente
la barrera protectora y se abalanzó sobre ellos…
“¡Antes
funcionaba!”, quiso chillar Lázaro, pero lo único que hizo fue
echarse hacia atrás, como pudo. De pronto vio que el espectro se
detenía de nuevo, a pocos centímetros de él, y sintió que algo le
quemaba sobre el pecho. Sin salir de su asombro, se metió la mano
bajo la camiseta para sacar… la medalla del abuelo, que brillaba y
quemaba como un carbón encendido.
Guiado por una
súbita inspiración, Lázaro alzó la medalla y la sostuvo frente a
él. El espectro la miró, furioso, pero con un atisbo de temor en su
rostro fantasmal.
Lázaro se colocó
lentamente frente a Marina para protegerla, sin dejar de mirar al
espectro, ni de sostener la medalla entre ambos.
-Esto es una
pesadilla… esto es una pesadilla… -murmuraba Marina.
Lázaro no dijo
nada. Se levantó lentamente, y Marina con él. Ambos comenzaron a
retroceder poco a poco, paso a paso, con los ojos fijos en el
espectro, que les seguía sin atreverse a atacarles, por el momento.
Aquel trayecto se
les hizo a los dos eterno. Avanzaban despacio hacia la casa, pero no
tenían ni la más remota idea de lo que harían cuando llegaran a
ella.
-¡Lázaro!
¡Marina! -se oyó entonces la voz de Sara desde la puerta trasera-.
¡Aquí!
Lázaro y Marina
cruzaron una mirada. Ella se volvió, ansiosa, hacia la casa. Les
quedaban poco más de veinte metros para llegar.
-Cuando yo te diga,
corre -susurró Lázaro.
Marina asintió.
Lázaro alzó la medalla un poco más. El espectro retrocedió un
tanto.
-¡Ahora! -gritó
Lázaro.
Marina dio media
vuelta y echó a correr. Lázaro la siguió, pero vio de pronto que
algo se le había caído al suelo a la joven: el diario de Elvira.
Lázaro se detuvo y
alzó de nuevo la medalla para frenar al fantasma, que ya se lanzaba
sobre él. Muy lentamente, se agachó y recogió el diario.
-¡Lázaro! -oyó
que chillaba Sara-. ¡Lázaro!
Lázaro calculó la
distancia, y miró de nuevo al espectro, que cada vez estaba más
cerca, como si le fuera perdiendo miedo al amuleto protector del
chico. Lázaro sudaba y temblaba, consciente de que tenía poco
tiempo. Si daba media vuelta y echaba a correr, el espectro le
alcanzaría.
Vio a lo lejos,
entre los árboles, una figura blanquecina que lo observaba todo sin
atreverse a intervenir.
-Elvira -susurró
el chico-. Por favor, ayúdame.
El espectro emitió
un sonido parecido a una carcajada, como si la idea le pareciese muy
divertida.
-Elvira -repitió
Lázaro; ignoraba si ella podía oírle, pero las palabras no le
salían de la cabeza, sino del corazón-. Elvira, él te mató a ti y
trató de matar a tu hermana. Por favor, ayúdame.
Le pareció que el
fantasma de Elvira temblaba, un poco más allá, y comprendió.
-¡Tienes miedo!
-exclamó, sorprendido.
Lázaro se dio
cuenta, entonces, de que sólo le quedaba una salida.
Dio media vuelta y
echó a correr con todas sus fuerzas.
Enseguida oyó el
aullido del espectro, y sintió su mano gélida en la nuca, pero
siguió corriendo. Vio que Marina ya se había reunido con Sara y
Borovski; el médium trazaba el círculo del pentáculo protector en
torno a ellos.
-”…repele todo
elemento discordante…” -recitaba en voz alta.
Lázaro notó de
pronto algo deslizándosele por el cuello, y oyó, aterrado, el
sonido de la cadena con la medalla del abuelo cayendo al suelo del
jardín. El espectro lanzó un aullido de triunfo, pero Lázaro no
podía detenerse ahora. Su única oportunidad era alcanzar el
círculo…
-¡…antes de que
se cierre, Lázaro, antes de que se cierre! -chillaba Borovski.
Lázaro sintió los
dedos espectrales agarrándole el pelo. Sintió su aliento de muerte
envolviendo su alma. Cayó al suelo, a dos pasos del círculo.
-¡¡Lázaro!!
-chilló Sara.
Todas las velas
estaban encendidas y colocadas, excepto una.
Con un esfuerzo
sobrehumano, Lázaro se arrastró hasta el círculo y entró por el
hueco abierto justo cuando el espectro se lanzaba sobre él…
-¡¡Rápido,
rápido!! -chillaba Borovski, mientras frotaba con ajo aquella parte
del círculo por donde había entrado Lázaro-. “…sostenida en el
Círculo dorado…”
Se apresuró a
colocar la última vela en la punta del pentáculo.
-”¡Envuélveme,
ayudándome a evolucionar!” - concluyó Borovski.
Inmediatamente,
algo parecido a un densísimo banco de niebla se estrelló contra una
especie de barrera invisible cuando trató de llegar a ellos.
-¡Funciona!
-exclamó Marina, estupefacta.
-Claro que funciona
-replicó Borovski, muy digno-, siempre y cuando se haga bien. Para
eso hay que dibujarlo cada vez en torno a uno. Si se sale del
círculo, éste pierde su fuerza, así que no se debe volver a entrar
en él, sino construir uno nuevo.
-Vaya -comentó
Lázaro, avergonzado-. No lo sabía.
-¡Tú tenías algo
que hacía retroceder a esa cosa! -exclamó Marina, con los ojos muy
abiertos-. ¡Yo lo he visto!
Sara y Borovski
miraron a Lázaro con interés.
-Sí, lo tenía
-dijo-. No sé por qué, pero la medalla del abuelo lo asustaba.
-¡La medalla del
abuelo! -repitió Sara, pasmada-. ¿Y ya no la tienes?
Él se palpó el
cuello desnudo.
-No, me la ha
quitado ese… ese…
Miró al espectro,
que rondaba en torno al círculo. Su terrible aspecto le hizo
enmudecer y tragarse todas las palabras que se le ocurrían al
respecto.
El fantasma asesino
aulló de rabia e impotencia, y los cuatro amigos se acurrucaron unos
junto a otros, temblando de miedo.
Hubo un largo
silencio.
-Y ahora, ¿qué?
-preguntó Marina.
-Esperaremos al
amanecer -dijo Borovski-. Entonces, podremos salir de aquí sin
peligro.
-Me gustaría que
me contarais qué está pasando aquí.
-Es una larga
historia… -empezó Lázaro, pero Marina le cortó:
-No importa:
tenemos tiempo hasta el amanecer.
Lázaro procedió
entonces a relatarle toda su aventura, desde el momento en que se
coló en la casa para recorrer el jardín y se topó con el fantasma
de una chica que lloraba desconsoladamente.
Cuando acabó,
Marina estaba pasmada, sin acabar de creérselo. Fijó entonces su
mirada en los ojos fantasmales que la miraban cargados de odio.
-Pero, ¿quién es
el asesino? -preguntó-. O, mejor dicho, ¿quién fue?
-Eso -asintió
Lázaro-. ¿Quién fue? Elvira no menciona su nombre en su diario.
Creo que sí lo hace en la anotación del día en que empujaron a
Elisa escaleras abajo… Pero alguien arrancó esa página.
-Sí -dijo Sara
inesperadamente; había estado callada todo el rato, de modo que su
voz los sobresaltó-: La propia Elvira arrancó esa página.
-¿Qué? No, Sara,
eso es absurdo. ¿Por qué lo haría?
Sara sonrió
tristemente.
-Por amor -dijo por
fin-. Un amor fatídico, funesto y desgraciado… como todos los
amores románticos.
El espectro del
asesino aulló.
Desde el estanque,
volvieron a sonar los sollozos del espíritu de Elvira Valbuena.
.XIII
-Estaba claro
-prosiguió Sara-. Estaba muy claro. Elvira no menciona en su diario
el nombre de su asesino, pero no para de hablar de él. Lo vio
empujando a Elisa escaleras abajo, pero no dijo nada, porque no
quería creer lo que había visto.
>> En el
fondo, seguía enamorada de él.
-¿De quién?
-preguntó Lázaro, pero Marina lo había cogido al vuelo:
-De… ¿Adolfo
Heredia? ¿De su cuñado? ¿Quieres decir que él es el asesino?
El espectro aulló
y, de nuevo, se lanzó sobre ellos. Marina gritó. Pero la barrera
del pentáculo lo detuvo otra vez.
-Elvira contó a su
prima Sofía lo que había visto -prosiguió Sara-, y ella se dio
cuenta enseguida de que las dos hermanas corrían un grave peligro.
Pero Elvira no quiso delatar a Adolfo… ¿por qué? Por amor.
Además, al fin y al cabo, Adolfo no era aún un asesino. La
naturaleza le ahorró ese trabajo. Elisa murió poco después, tras
contraer una breve enfermedad que los médicos, con los pocos
conocimientos que había en la época sobre el tema, no supieron
diagnosticar ni tratar.
>> Pero
Adolfo no podía permitir que alguien conociese sus verdaderas
intenciones. Mató a Elvira e hizo que pareciese un suicidio, nada
menos que ahogada en el estanque, como la Ofelia de Hamlet…
>> Además,
por si quedaban dudas, publicó un artículo en “La Gaceta
Liberal”, en el que hablaba de la moda romántica como la causante
de la locura y posterior suicidio de Elvira…
-¡Un momento!
-soltó Lázaro-. ¿Así que el artículo era suyo?
-Bueno, no se
necesita ser un lince para adivinar que “Ofloda” es “Adolfo”
al revés -indicó Sara-. Además, según creo recordar, en el
anuncio de su boda ponía que él trabajaba en “La Gaceta Liberal”.
-Pero… ¿por qué
iba Adolfo a querer que muriera Elisa?
-Pues… en
realidad la pista me la dio un pasaje del diario de Elvira: “No
quiero creer a Sofía cuando me recuerda que Elisa nació unos
minutos antes…” ¡Antes que Elvira! ¡Elisa era la mayor de las
dos gemelas! ¡La que heredaría la fortuna de los Valbuena!
-Quieres decir…
¿que Adolfo era un cazafortunas?
-¡Exacto! Cortejó
a Elvira, le prometió amor eterno, la enamoró… hasta que se
enteró de que era Elisa la heredera… y se casó con ella…
-Pretendería
matarla antes de que ella tuviera hijos que pudieran aparecer en el
testamento de Valeriano Valbuena, que ya estaba viejo e inválido…
-añadió Borovski, pensativo.
-Trató de matar a
Elisa, pero no lo consiguió. La empujó por las escaleras y se
escondería, o algo así… nadie lo vio, salvo Elvira, que estaba
por allí…
-Y todos creyeron
que había sido ella -dijo Lázaro, echando un vistazo al espíritu
de blanco que flotaba entre los árboles, lejos del alcance del
espectro de Adolfo Heredia-. ¡Y con eso Adolfo hacía carambola! Si
convencía a todos de que Elvira no estaba bien de la cabeza, la
meterían en un manicomio y…
-…Consecuentemente,
ella tampoco podría heredar la fortuna de su padre
-concluyó Sara.
Marina los miraba a
los tres con los ojos muy abiertos.
-¿Podéis
demostrar todo eso que estáis diciendo?
-¿Demostrar?
-Lázaro señaló, ofendido, los rasgos cambiantes del espectro que
rondaba en torno a ellos-. ¿Qué mas pruebas quieres?
-No. Quiero decir,
demostrar esa historia ante un tribunal. La historia de cómo los
Heredia se hicieron con la fortuna de los Valbuena.
Sara miró a
Marina, muy sorprendida.
-¡Quieres decir…
que podríais recuperar la casa!
-La casa, y una
fortuna en tierras, ¿me equivoco? -dijo Borovski, con una sonrisa.
-No -replicó
Marina con sequedad-. Pero es mucho más que una fortuna en tierras.
Son nuestras raíces. -Se volvió de nuevo hacia Sara-. Dime, Sara,
¿podríais demostrarlo?
Sara hojeaba el
diario de Elvira. Sacó de entre sus páginas un montón de hojas
cuidadosamente dobladas.
-Si esto es lo que
creo, sí.
-¿Y qué crees que
es?
-Las cartas que
Sofía escribió a su prima Elvira. El testimonio de Elvira tal vez
no valga por sí solo, pero… Sofía era mayor que ella, más cabal,
más seria. Creo que llegó ser una mujer muy respetable. Y ella
creyó en todo momento en la inocencia de su prima.
Lázaro había
dejado de prestar atención hacía rato. Observaba pensativo las
formas cambiantes del espectro de Adolfo Heredia.
-Y éste, ¿por qué
está aquí? -le preguntó a Borovski.
-Es un espectro
guardián -susurró éste en voz baja-. Vivía en la casa y protegía
el diario de Elvira… y, con él, la verdad…
-Es increíble
-murmuró Marina, sobrecogida-. He venido muchas veces a esta casa.
Nunca he visto fantasmas.
-”Creer para ver”
-dijo Lázaro con una sonrisa-. Si no crees en fantasmas, ellos nunca
se mostrarán ante ti.
-Pero hay un motivo
para que el fantasma de Adolfo Heredia se haya mostrado ante ella
-añadió Borovski-: es una Valbuena, una Valbuena que conoce la
verdad. Por eso apareció cuando Sara estaba a punto de revelarle lo
que sabía. Los espectros de asesinos suelen estar obsesionados con
sus víctimas. Si pueden, repetirán el crimen con alguien que les
recuerde a ellas, sobre todo si es su descendiente. Y el peligro de
que Marina se enterase de lo que pasó en realidad fue la excusa
perfecta para atacarla.
-Bruno -dijo
entonces Lázaro, pensativo; apenas había prestado atención a su
parlamento, parecía como si estuviese en otra cosa, mientras
contemplaba al fantasma de Elvira, que seguía lejos-. ¿Puede ser
que me llamaran?
-¿Quiénes?
-Elisa y Elvira. No
me colé en el jardín sólo por capricho, ¿sabes? Sentía… como
una llamada, como si yo fuera una viruta de hierro y toda la casa
fuera un gigantesco imán.
-Mmm… sí, es
posible. Yo diría que las dos hermanas necesitaban imperiosamente
que alguien las viera, las conociera y sacara su historia a la luz…
sobre todo ahora, que la propiedad de la casa depende del veredicto
de un tribunal…
>> Sí, no me
extrañaría que te hubiesen elegido a ti -Borovski miró a Lázaro,
pensativo-. Eres noble, valiente y perseverante y, sobre todo…
tienes fe. Eso es lo más importante.
Lázaro enrojeció,
y miró hacia cualquier otra parte.
-Pues creo que se
equivocaron -dijo en voz baja-. Conozco a alguien que será capaz de
contar su historia al mundo cien veces mejor que yo.
Y miró a Sara, que
parpadeó, sorprendida.
-¿Aún quieres
escribir ese reportaje? -le preguntó, muy serio.
-Yo… empezó
ella, pero la interrumpió un repentino grito de Borovski:
-¡¡La vela!!
Una de las velas se
había apagado con el viento. Borovski tanteó frenéticamente en
busca del encendedor, pero fue demasiado tarde: el espectro se coló
por la brecha abierta en la barrera, y todos sintieron su aliento de
hielo.
-¡El diario!
-gritó Sara.
El diario de Elvira
había sido violentamente arrancado de sus manos por una fuerza
invisible. Sara trató de recuperarlo, pero no pudo evitar que cayera
sobre una de las velas encendidas, y comenzara a arder.
-¡¡No!! -gritó
Lázaro, e hizo lo que pudo para apagarlo, golpeándolo con fuerza.
Pero Borovski fue
más rápido: destapó la pequeña botella de agua bendita que
llevaba consigo y arrojó su contenido sobre el cuaderno.
Inmediatamente, las llamas se apagaron como por arte de magia.
-¡Tenemos que… !
-empezó el médium, pero un grito interrumpió sus palabras.
-¡Se lleva a
Marina! -exclamó Sara.
Los tres alzaron la
mirada hacia Marina Valbuena, que se debatía en el aire, envuelta en
una neblina gris, que parecía arrastrarla…
-¡¡¡Hacia el
estanque!!! -gritó Lázaro, y saltó fuera del círculo para acudir
en socorro de la joven.
-¡No, no, no!
-gritó Borovski.
Con un grito,
Marina cayó en las oscuras aguas.
-¡No, no, no!
-repitió Borovski, saliendo también del círculo-. ¡Hay que
sacarla de ahí!
Lázaro se disponía
a lanzarse al agua para rescatarla, pero Sara lo agarró del brazo.
-¡Espera! ¿Y si
te ahogas tú también?
-¡Sé nadar!
-protestó el chico; se desasió de su prima, se desprendió de la
mochila y se tiró al agua.
Pronto se dio
cuenta de que el estanque era más profundo de lo que parecía: no
hacía pie. Pero, además, se encontró con dos problemas añadidos:
la ropa mojada pesaba tanto que tiraba de él hacia abajo, y sus pies
se enredaban en las algas del fondo fangoso. Para cuando se reunió
con Marina en el centro del estanque, estaba agotado.
-¡Agárrate a mí!
-jadeó.
Marina manoteaba y
bregaba por moverse. Abrió la boca para decir algo, pero su cabeza
se hundió de pronto en el agua, como si algo la hubiera empujado
hacia abajo.
Y Lázaro
descubrió, con horror, que Marina no podía moverse del sitio,
porque el espectro del asesino no se lo permitía. La mano del chico
logró aferrar la de la joven.
-¡Mari…!
-empezó, pero, súbitamente, también él se vio violentamente
empujado hacia el fondo del estanque.
Luchó por volver a
la superficie, pero las algas se le enredaban en los pies. Logró
asomar la cabeza y tirar de la mano de Marina, pero apenas había
abierto la boca para respirar cuando la fuerza fantasmal lo hundió
de nuevo. Antes de que su cabeza volviera a sumergirse, le pareció
oír la voz de Borovski desde la orilla:
-”¡Invoco la
fuerza y la guía de la Luz Blanca para que me ilumine y proteja!”
Lázaro se esforzó
por volver a subir. Consiguió sacar la cabeza, y sólo se le ocurrió
decir:
-Elvira…
Inmediatamente, el
espectro lo empujó de nuevo bajo el agua. Lázaro pataleó hasta
quedar exhausto, pero no logró asomar la cabeza otra vez. Sentía
los pulmones a punto de estallar, y supo que había llegado su fin.
Pero entonces, de
súbito, otra fuerza tiró de él hacia arriba y lo sacó como si
fuera una pluma, y Lázaro abrió. Era una fuerza cálida y
reconfortante, que lo envolvía como una suave nube dorada. Lázaro
abrió la boca para aspirar el aire que tanta falta le hacía, y se
vio a sí mismo flotando en el aire, un metro por encima del agua.
Junto a él levitaba también Marina, inconsciente.
-¡Lázaro!
¡Marina!
Era la voz de Sara
desde la orilla, pero Lázaro no le prestó atención. Agotado, sin
poder moverse, giró la cabeza para ver los primeros rayos de la
aurora rozando las copas de los árboles del jardín inglés.
Y vio también el
rostro de Elvira, que le sonreía antes de desvanecerse con las luces
del alba.
XIV
Lázaro estaba
sentado junto a la tapia, a la sombra de los sauces. Había llegado
antes de tiempo, pero no le molestaba esperar. Le gustaba estar solo,
para pensar.
Una brisa fresca le
revolvió el pelo, y Lázaro respiró hondo. El verano se acababa.
Pronto volvería al colegio, pero ya nada sería igual.
La historia de
Elisa y Elvira Valbuena había sobrepasado los límites del reportaje
escolar que había previsto Sara en un principio. Después de ordenar
todos los documentos encontrados, Marina y su tía se habían puesto
en contacto con un periódico local para que Sara les vendiera la
historia que ella y Lázaro habían reconstruido.
Ahora, toda la
comarca conocía la verdad.
-Hola.
Lázaro alzó la
cabeza. Frente a él estaban Sara y Bruno Borovski.
-Hola -respondió-.
Creo que somos los primeros en llegar.
-¿Ah, sí?
-Borovski tomó asiento resueltamente junto a él-. No importa,
esperaremos.
Sara se sentó
también. Estaba radiante. Bajo el brazo llevaba un periódico del
que ya nunca se desprendía: un ejemplar del número que había
sacado su reportaje.
Lázaro también se
sentía feliz y muy orgulloso de ella. El reportaje incluía
fotografías de la casa, del diario de Elvira, de las cartas de
Sofía, de los artículos de “La Gaceta Liberal”… todo muy
completo, para que la gente conociese hasta el mínimo detalle de
aquella historia.
Aquel reportaje
había tenido consecuencias. A la luz de los nuevos datos, el
testamento de Valeriano Valbuena en favor de Adolfo Heredia estaba
siendo revisado, y era muy probable que los Valbuena recuperasen la
propiedad familiar.
Por otro lado,
Lázaro, Sara y Bruno Borovski se habían convertido en los nuevos
héroes del pueblo, aunque la gente sólo conocía la versión
“oficial”, la que se basaba sólo en los documentos y no incluía
la intervención de los fantasmas.
A Lázaro no le
había gustado aquello, pero hasta el mismo Borovski le había
convencido de que era lo mejor. Así, Elisa y Elvira descansarían en
paz, y la gente no tendría problemas en creer la verdad de la
historia que habían descubierto gracias a ellas.
Después de su
aventura, Sara y Lázaro habían ido a la biblioteca a dar las
gracias al señor Isidro por la ayuda prestada. El pobre hombre
estaba desolado: tras la aparición del reportaje en el periódico,
su biblioteca estaba siempre repleta de gente que quería echarle la
zarpa a los documentos centenarios que guardaba. La mayoría de ellos
eran simplemente curiosos que no tenían la menor intención de
iniciar una investigación seria, y el señor Isidro temía que
estropeasen sus valiosos papeles. Por suerte, pronto se pasó la
fiebre, y ahora había en la biblioteca personas realmente
interesadas en lo que allí se guardaba. Pronto, también los tesoros
bibliográficos del señor Isidro saldrían a la luz.
Ahora, los tres
amigos se habían reunido para hacer algo importante, que debía
haberse hecho más de siglo y medio atrás.
Permanecieron en
silencio un rato, a la sombra de los sauces, hasta que Lázaro dijo:
-Gracias por
salvarme la vida la otra noche, Bruno.
Borovski se puso
colorado.
-Oh, bu-bueno, yo…
no hice nada…
Sara se inclinó
hacia su primo para susurrarle al oído:
-Si vieras como se
puso cuando Marina le dio las gracias el otro día… estaba rojo
como un tomate y no fue capaz de pronunciar una sola palabra.
Lázaro sonrió. La
admiración de su amigo por la joven Valbuena no era un secreto para
nadie.
-Sí que hiciste
-insistió.
-No, fue Elvira
quien se enfrentó por fin a su asesino y os rescató a Marina y a
ti.
-¡Oh, Lázaro, si
la hubieras visto! -exclamó Sara-. Salió de entre los árboles
aullando y se lanzó contra Adolfo; parecía la misma diosa de la
venganza en persona. Fue increíble: ¡el espectro salió huyendo!
-Tú la invocaste
otra vez -dijo Lázaro, mirando a Borovski-. Conseguiste que reuniese
valor para luchar contra él. ¿Cómo lo hiciste?
-No me acuerdo.
-Yo sí -intervino
Sara; sus ojos brillaban maliciosamente-. Le dijo: “La verdad y la
justicia están de tu lado: él ya no tiene poder sobre ti”.
-Vaya -comentó
Lázaro, impresionado-. Pues funcionó.
-En el fondo, era
aún una niña -dijo Borovski, algo incómodo-. Una niña que sufrió
demasiado, Pero estaba deseando intervenir para salvaros la vida,
aunque no sabía cómo. Creo que en ese momento todos la invocamos a
la vez, todos pensamos en ella, y eso le dio fuerzas. Por primera vez
en mucho tiempo, no se sintió sola.
Sara se levantó de
un salto, y Lázaro y Borovski la imitaron. Por el camino venía
gente: Marina y su tía, Amelia Valbuena, y don Epifanio, el
sacerdote de la parroquia de Santa Mónica. Marina y Amelia vestían
de negro, y Sara se sintió algo cohibida.
Enseguida llegó
también un coche verde, y Lázaro lo reconoció: era el Ford Mondeo
de su madre. De él bajaron ella y la tía Clara.
La comitiva entró
en el cementerio sin una palabra, y avanzó por el camino bordeado de
cipreses, Se detuvieron frente a la tumba de Elisa Valbuena; junto a
ella habían excavado otra, y a un lado descansaba un ataúd.
Sara y Marina
suspiraron a un tiempo al verlo. Contenía los restos de Elvira
Valbuena, hallados en el jardín trasero de la casa, enterrados bajo
un enorme roble. Los Valbuena no habían reparado en gastos a la hora
de proporcionar un lugar de descanso para su antepasada, nada menos
que al lado de su hermana; el lugar que merecía y que le había sido
negado por culpa de la falsa acusación de su asesino.
La ceremonia fue
íntima, breve y sencilla. Marina y Amelia quisieron colocar
personalmente la lápida sobre el nuevo lugar de reposo de la joven
Elvira Valbuena.
Lázaro leyó el
epitafio, con un nudo de emoción en la garganta:
AQUÍ YACE
ELVIRA VALBUENA
DEL CASTILLO
Tenga por fin el
descanso que merecen
su cuerpo y su
alma
11 - VI - 1819
7 -II-1837
Q. E. P. D.
Lázaro se quedó
contemplando la tumba un rato. Luego alzó la cabeza para ver el sol
escondiéndose por el horizonte.
Y recordó algo.
-¡Tengo que hacer
algo muy urgente! -exclamó de pronto-. ¡Hasta luego!
Se despidió con un
gesto, dio media vuelta y se alejó corriendo por el camino de
cipreses, sin hacer caso de las caras de desconcierto de sus amigos,
ni de sus llamadas.
-¡Lázaro! -oyó
que decía don Epifanio-. ¿A dónde vas?
-Desde luego, este
chico… -refunfuñó la tía Clara.
Lázaro no los
escuchó. Corrió por el pueblo sin mirar atrás, en una carrera
contrarreloj.
Llegó sin aliento
a la casa de la calle de las Acacias, y se coló por la brecha del
muro del jardín; su existencia seguía siendo un secreto que sólo
conocían Sara, Borovski y él mismo. Atravesó el jardín inglés a
todo correr, mientras los últimos rayos del crepúsculo iluminaban
la casa, pero se detuvo en el lugar donde Borovski había dibujado su
segundo círculo de protección.
No había vuelto a
la casa desde entonces, de modo que se afanó en buscar por el suelo
algo que había perdido, sonriendo ante la idea de estar haciendo de
verdad algo que tiempo atrás había fingido que hacía, para lograr
que Sara le guiase hasta aquel jardín.
Por suerte, no
tardó mucho en encontrar lo que buscaba: la medalla brillaba
misteriosamente a la luz del ocaso, enredada en un pequeño matorral.
Lázaro la recogió y se la puso.
-Gracias, abuelo
-murmuró, con una sonrisa.
Siguió su camino
hasta el jardín francés, y llegó cuando el ocaso expulsaba de allí
a las últimas luces del día.
Por entre los
setos, por el laberinto de rosales y blancas estatuas clásicas, el
fantasma de Elisa Valbuena caminaba a paso ligero hacia el jardín
inglés.
Lázaro la siguió
una vez más, con el corazón lleno de júbilo. Ahora comprendía.
La casa.
La casa, habitada
por el espectro de Adolfo Heredia, había sido una barrera entre las
dos hermanas, un límite entre ambos jardines, al igual que el
crepúsculo separaba la noche del día.
-Ya sé por qué
estás aquí -le dijo Lázaro a Elisa.
Pero ella no
parecía escucharle. Se detuvo de pronto ante la arcada que llevaba
al jardín inglés.
-Aquí te parabas
siempre -prosiguió Lázaro-. No puedes cruzar más allá, ni tampoco
puedes quedarte en este mundo cuando cae la noche.
>> Pero tú
volvías todos los días, todos los días, al alba… con la
esperanza de recuperar a la hermana que habías perdido.
El cielo empezaba a
oscurecerse, y el fantasma de Elisa se difuminaba entre la niebla.
Pero esperaba pacientemente, y Lázaro con ella.
Por fin, antes de
que el manto de la noche cubriera por completo la casa decimonónica
de la calle de las Acacias, una figura vestida de blanco cruzó la
arcada.
El espíritu de
Elisa abrió los brazos en un gesto de bienvenida. El espíritu de
Elvira corrió a su encuentro,
Se parecían como
una gota de agua a otra.
Los dos fantasmas
se fundieron en un abrazo, giraron, como en un torbellino… Todo a
su alrededor se vio sacudido por un viento de ultratumba, y Lázaro
vio que las dos estaban envueltas en un brillante manto de luz
dorada.
Elisa y Elvira se
alzaron sobre el jardín francés, hacia el último rayo del sol
crepuscular… y desaparecieron en la niebla.
Lázaro se quedó
solo en medio de la noche.
Sonrió. No
necesitaba cruzar la arcada ni buscar a Elvira en el jardín inglés
para saber que no la encontraría. Su alma por fin descansaba en paz,
y su espíritu nunca más volvería a vagar después de la puesta de
sol. Se había transformado en un fantasma solar, y, de volver a
aparecer por el mundo de los vivos, lo haría durante el día…
… si es que
volvía.
Lázaro alzó la
mirada hacia las estrellas y pensó que las echaría de menos, a las
dos, e intuyó que hasta la casa y los jardines estaban llorando su
partida…
Como había dicho
Borovski, los fantasmas solares no solían tener motivos para volver.
Lentamente, Lázaro
se dio la vuelta y contempló la casa, una vez más.
-Tus muros no
podían guardar el secreto eternamente -le dijo.
Tuvo la sensación
de que la misma casa le sonreía.